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Dicen que el «Kempis» debe leerse al azar: esto es, abrir el libro y leer por donde salga, en la primera página que aparezca a la vista. Lo que es indudable es que el «Kempis», todo él, representa una plasmación ascética. Y la ascética que no es sino la ciencia del esfuerzo, la ascética que tiende al libre ejercicio de la voluntad contra la tentación, implica, naturalmente, todo lo contrario que el azar. El azar no es nada; la voluntad, en cambio, lo es todo. Dejarse llevar por la suerte, por el azar, es renunciar a las riendas del propio gobierno, es olvidarse de sí mismo. Sólo cuando el azar deja de ser tal, porque, cualquiera sea su forma, nos conduce al mismo seguro puerto, podemos guiarnos de su ceguedad. Este es el caso de «Kempis». Se lee al azar, porque todas sus páginas, tácitamente, son una diatriba contra el azar.
Ahora—probablemente antes también—, los hombres viven al azar «a lo que salga»; no quieren o no saben buscar la página, la página precisa que les interesa. A lo sumo, si han de luchar contra el azar lo hacen contra los azares de la fortuna. Bonita frase hecha, esta de los «azares de la fortuna» que ha abandonado al azar, la moral de tantos hombres, empobreciendo su espíritu para asegurar la riqueza del dinero que no sé por qué será la riqueza por antonomasia.
Vivimos al azar. Al azar prenden en nuestro espíritu las ideas que al azar hemos leído en este o en el otro libro. Por casualidad, al azar, nos decidimos al bien o al mal, impresionados por la última circunstancia favorable o adversa que nos sale al paso. Al azar elegimos carrera aprovechando la oportunidad de las últimas oposiciones convocadas, poco importa responder o no a nuestra particular afición; al azar elegimos amigos y partido. Y al azar nos ponemos novios. Y nos casamos al azar.
¿Dónde el impulso ascético de la voluntad? ¿Dónde el propio esfuerzo personal para sobreponernos a la corriente de las cosas? ¡Cuantos hombres son «buenos o malos por casualidad», porque han sido modelados por determinados ambientes sociales! En política, sobre todo, ¡qué pocos saben ser superiores a su circunstancia! ¿Quién, por ejemplo, es revolucionario o conservador «motu proprio», independientemente de la latitud económica que le ha tocado en suerte?
Y sin embargo la lucha contra el azar es imperativa, es necesaria. En otros siglos más orientados hacia Dios, marcaban la pauta los santos. Nuestro siglo le ha inventado a la ascética un nombre nuevo o, mejor, una modalidad nueva, laica por así decirlo. Los llamados «profesores de energía» no pretenden sino elevar la voluntad sobre el nivel de las ocasiones actuales, supeditando toda la actuación propia al programa intelectual o moral que de antemano nos elaboramos. La diferencia es que los «profesores de energía» se trazan a sí mismos el programa. En la ascética, son un trasunto de Juan Palomo: «yo me lo guiso, yo me lo como». Mientras que los santos llevan la ventaja de contar, desde luego, con la norma que por no ser humana sino divina, está exenta de falibilidad o error.
II
Precisamente sobre la necesidad de someter nuestra vida a programa, ha escrito cosas muy interesantes don Eugenio d'Ors. D. Eugenio d'Ors, es, en cierto modo, un «profesor de energía» aunque no del todo laico, informado, en lo fundamental, de las normas católicas. En este libro de glosas que acabo de leer, «Cuando ya esté tranquilo», campea un estilo casi deportivo que reviste brillantemente la vitalidad de unos conceptos claros, límpidos; eugenésicos diría yo, cayendo en la tentación de relacionar a D, Eugenio con la eugenesia; al fin y al cabo, toda la filosofía del catalán eximio es tan sana, tan aséptica, tan limpia de fiebres románticas, tan luminosamente fecunda, que no debería existir inconveniente en proclamar a D. Eugenio fundador (o restaurador al menos) de la Eugenesia Intelectual de España. !Qué diferencia, por ejemplo, entre Unamuno y d'Ors!
En D. Miguel todo es desorden, todo es eruptivo, volcánico. Un genio, sí; pero un genio a base exclusivamente de genialidades. Su prosa es demasiado orogénica, demasiado accidentada. Escribía el catedrático de Salamanca, al azar, él mismo lo confiesa, contradiciéndose a cada momento, obediente al impulso último, despreciando toda sinopsis, rebelde a cualquier programa. Viajar por «Despeñaperros» es casi lo mismo que leer un capítulo de D. Miguel de Unamuno... En cambio D. Eugenio d'Ors representa todo lo contrario: orden, lógica, cuadro sinóptico, «jardín botánico» que rotula de nombres científicos las exuberancias de la naturaleza, como se recuerda en uno de sus ensayos. Y es que la filosofía joven y ágil de D. Eugenio es toda ella un ejemplo maravilloso de terreno sedimentado. El azar se ha eliminado en ella. Aquí nada vale sino en cuanto está sujeto a orden y jerarquía: a programa.
III
Dice Unamuno: «Nadie puede despojarme del inalienable derecho de contradecirme a mí mismo: de ser nuevo cada día». He aquí la negación de todo orden, de todo programa; he aquí la filosofía del azar.
Y dice el «Kempis»: «Procura sujetar la sensualidad a la razón y la razón a Dios». Nada tan rectilíneo, en filosofía, en sabiduría por mejor decir, como esto. Despreciando el azar —la ocasión es azar, la tentación es azar— se nos invita, en esta máxima de la «Imitación de Cristo», a jerarquizar nuestra vida, con vistas a nuestro fin.
Pero nuestra juventud, —nosotros, jóvenes— apenas leemos el «Kempis». Creemos que nos va a «desvitalizar», que nos va a poner demasiado tristes, como a Amado Ñervo...
Bien; ya que no leemos a «Kempis», leamos al menos a D. Eugenio d'Ors. Escribe D. Eugenio d'Ors: «Cada mañana y cada tarde diré una oración y dibujaré un cuadro sinóptico; en todo aquello que es orden, también está Dios».
D. Eugenio d'Ors, aquí, es un traductor, bien que demasiado moderno, del «Kempis». Hacer un cuadro sinóptico ¿no es una manera simbólica de sujetar la sensualidad —lo intuitivo— a la razón —lo intelectual—? Y si después de hacer el cuadro sinóptico, musitamos la oración, ya estamos tan cerca de sujetar la razón a Dios...
Lo que desde luego no podemos hacer, jóvenes, lo que nos está prohibido, jóvenes, es pensar al azar y opinar al azar y vivir al azar, sin orden, sin programa, sin cuadros sinópticos. Y no podemos creer, con el genial Unamuno, que tenemos el «derecho inalienable de contradecirnos a nosotros mismos»; no, por Dios, eso no. D. Miguel dijo muchas genialidades, pero realizando sus genialidades nosotros no cometeríamos sino locuras.
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