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Los ímpetus del día se fatigaron al descender la vertiente —cuesta arriba— de la tarde. Ahora ya el sol ha cesado de pedalear y, jadeante, —vemos latir sus fulgor estremecido en la lírica conmoción del ocaso— parece que se va a recostar, para su descanso, en la cuneta. ¿Por qué no creer que la línea del horizonte, «donde el cielo parece juntarse con la tierra», es la cuneta del espacio?
Pasan unos minutos y el cielo es una infusión de día y noche, un ínterin lleno de mutuas concesiones. El sol reina después de morir en el rubor de las nubes y en el rumor de los trinos. Pero la noche envía sus primeros combatientes en esas estrellitas audaces, en esas primeras estrellitas diligentes —paracaidistas del crepúsculo— que luchan denodadamente en un cielo lechoso, hostil todavía, y que, luego, se ufanarán, con razón, ya llegado el triunfo de la noche, de haber sido las primeras... Uno se figura, sin embargo, que esas estrellas de vanguardia, madrugan cada véspero, insufladas de una ilusión secreta y tenaz: la ilusión de llegar alguna vez con tiempo de verle la cara al sol. Así uno comprende mejor su prisa... y su desencanto.
El crepúsculo. Bueno sí, y el «Angelus», por supuesto. Todo parece en calma y en paz. Las cosas se requiebran apaciblemente, sin júbilo, sin odio, libres de pasión y de celo. El crepúsculo ha tamizado todos los colores y los rumores todos. En la naturaleza apenas queda ahora, algo que no sea delicado, musical, sencillo. Las cosas vuelven por su modestia, tornan a revestirse de encantadora humildad. Ni ruidos, ni gritos. Y el silencio, reivindicador, dando relieve al canto perpendicular de los grillos y al rumor libre, sin geometría, de las brisas.
El crepúsculo. Los hombres quisiéramos abrir nuestras venas a la generosidad del crepúsculo. Para que él transfundiera su serenidad a nuestra sangre; para que nuestra alma hecha de altibajos pasionales, atronada de ruidos inarmónicos, cegada de colores hirvientes, sintiera el contagio bendito de su ecuanimidad; y se sistematizaran todas las notas dispersas de nuestro clavicordio, de nuestro corazón, en la clave maravillosa de la paz; y se unificara la lucha agitada, multicolor, de nuestras vivencias, en la verdad blanca de la humildad.
Pero no; el crepúsculo es solo una transición. Ya está todo el ejército de las estrellas acampado en la bóveda infinita. ¡Cualquiera sabe ya donde están las estrellas paracaidistas, cualquiera las distingue ahora! Y ya las campanas no tañen «El Angelus»; suenan el toque de animas. Y ya las cosas se confunden en el seno tortuoso de la oscuridad. La noche...
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