Revista Vbeda Revista Ibiut Revista Gavellar Diario La Provincia Semanario Vida Nueva Revista Don Lope de Sosa
Nuestra web sólo almacenará en su ordenador una cookie.<br>
Cookies de terceros.Por el momento, al utilizar el servicio Analytics,  Google, puede almacenar cookies que serán 
procesadas  en los términos fijados en la Web Google.com. En breve intentaremos evitar esta situación.
Revista Códice Redonda de Miradores Artículos Peal de Becerro. Revista anual Fototeca Aviso
y más: En voz alta Club de Lectura Saudar.es Con otra voz En torno a la palabra

Úbeda

Guía histórico artística de Úbeda. En las mejores librerías. Pulse para conocer las fuentes que nos avalan


Quizás la mejor Guía de Úbeda.

 
    

LITERATURA CONGELADA

Juan Pasquau Guerrero

en Polvo Iluminado [Gráficas Bellón] . Úbeda, 1948

Volver

        

A cuantos con más o menos acierto nos ponemos a escribir un ar­tículo o un reportaje o una novela o un drama, suele acometernos muchas veces la impresión de que «hemos llegado tarde». Lo que nosotros vamos a decir— en ese artículo, en esa novela, en ese repor­taje— lo han dicho ya, muchos, antes que nosotros. Aquel tema tan bonito, tan sugestivo, que nos alarga insinuante sus tentáculos, ha si­do «tratado», ha sido estudiado antes, probablemente, bajo todos los aspectos, desde todas las vertientes posibles. Al considerar esto el es­critor queda perplejo y, lamentablemente, se esteriliza a sí mismo. Porque resulta, a lo mejor, que el manojo de metáforas que él ha lo­grado reunir para aromatizar su obra —metáforas indudablemente be­llas, indiscutiblemente espléndidas— adolecen del defecto original de no ser originales... El tópico ha bloqueado todos los temas bonitos de la Literatura y, al fin, para llegar dignamente a ellos, con un poco de personalidad, sólo queda el angosto desfiladero de la paradoja, si es que no se decide uno por la aerodinámica ruta de la extravagancia. Pero ni la paradoja ni la extravagancia comprenden enteramente el tema. El aerodinámico surrealismo —por ejemplo— a lo más que as­pira es a bombardear alegremente el tema, sembrando la confusión, desintegrando la clásica armonía de su estructura, sin lograr por ello rendirle, sin conseguir dominarle.

Los tópicos, cuando todavía no eran tópicos, cuando aun no ha­bían cristalizado y fluían líricamente, juvenilmente, de una impresión auténtica, eran, sin duda alguna, muy belios. ¡Qué vulgaridad tan es­pesa supone hoy la ocurrencia tópica de ensalzar la mujer comparán­dola con la rosa! En la carta de amor del recluta a la rolliza moza de servicio podemos encontrar este y otros parecidos tropos peregrinos. Sin embargo, ¿no debió ser en sus comienzos un bello hallazgo, no debió constituir una sorpresa estupenda, esta sutil delicadeza de lla­mar «rosa» a la mujer?... Después aquella «originalidad» ha rodado de tal forma, se ha repetido tanto, ha sido apropincuada por tantas mentalidades grasientas, ha sido impulsada por tantas manos pringo­sas, que, claro, no ha podido por menos de convertirse en un pobre y sucio lugar común. Desechamos y despreciamos a los tópicos sin dar­nos cuenta de que ellos fueron también jóvenes, sin reflexionar que su arrugada, fea presencia, fue un día turgente esplendidez, reclamo in­contenible de admiraciones entusiastas.

Y no cabe duda que muchas originalidades son, en su sentido ab­soluto, bastante menos valiosas que algunas vulgaridades. La adjetiva­ción de la novedad presta momentáneamente valor a muchas cosas in­sustanciales. Hay en Arte, en Literatura, en la misma Ciencia, mu­chas concepciones, muchas ideas, cuyo único, exclusivo mérito radica en su flamante apariencia. De la misma manera la originalidad no siempre es de una positiva eficacia estética, aunque su aspecto de fa­bricación reciente soborne a la vista y al tacto.

Para ser del todo originales hay que forzar muchas veces, si no se es un genio, el lenguaje y las ideas. El alambicamiento, al cabo, no pasa de ser un artificio. Mucho se ha elogiado, y con justicia el librito de Juan Ramón Jiménez, «Platero y yo». Pero, ¿no es triste —pu­diera pensarse— que este poeta haya nacido en una época en que, agotados los temas genuinamente bellos y congeladas las linfas de los eternos manantiales; sea necesario, para la originalidad, recurrir al asno, hacer del asno objeto de la inspiración lírica?

La originalidad anda a la caza de temas olvidados como esas po­bres mujeres que, en nuestros campos, se dedican e espigar, y recogen aquí y allí la dádiva olvidada de las mieses repletas después que la re­colección ha pasado. Algunos autores, demasiado preocupados por la originalidad, dan la sensación de que la Literatura viviese una época de rebusca anhelante y trágica. Como, por otra parte, el léxico se ha democratizado; como los vocablos eufónicos han terminado también por hacerse tópicos; como se ha solidificado, se ha congelado consagra­do por la rutina, el fluir de las locuciones clásicas, el autor original, con gran pesar de su corazón, apela en innúmeras ocasiones a un lé­xico extraño, compuesto de palabras, arrinconadas antes, de segundo orden; expresiones nuevas, flamantes, que aspiran a revivir, gracias a lo inédito de su postura, los temas corroídos y maltrechos en las yaci­jas del tópico, del lugar común. Pero no siempre este vocabulario espi­gado de la mies abundantísima del diccionario consigue su propósito. Y el autor, atormentado, piensa entonces que la auténtica belleza, que la clásica belleza, desvirtuada ahora, ya no es bella; ha perdido su virtud al prostituirse, manoseada por la vulgaridad. Sin que en su lugar, sobre sus ruinas, sea posible otra cosa que levantar una estéti­ca falsa, aparente, de palabras bisoñas y temas artificiosos. Y en el diccionario adquieren una especial vigencia, ciertos términos; diríase que el diccionario se puebla de ricos nuevos...

No es eso, no debe ser eso. La originalidad está bien. Pero lo ideal, imposible por ideal, sería desvulgarizar el tópico. ¡Ah si llegara el día en que otra vez pudiera parecemos bello comparar la mujer con la ca­melia o con la rosa! ¡Ah si surgiera un Juan Ramón Jiménez capaz de trasladar la poesía sutilísima de «Platero y yo», a uno de los temas vibrantes! ¡Ah si pudiéramos retornara la sinceridad sin perderla originalidad!

A cuantos nos ponemos a escribir, nos acomete, súbitamente, una impresión de frío. Estamos bloqueados por el tópico. Los lemas están congelados. Las palabras han perdido su fluencia —y su influencia— vital. Las bellas metáforas se duermen, como marmotas, en los mol­des clásicos.

(¡Ah la soberbia humana! Se nos ocurre pensar en la limitación de los temas esquilmados y de las palabras gastadas, y, sin embargo, no se nos ocurre reflexionar sobre nuestra pobre, propia limitación ¿Y si el defecto estuviese en nosotros? ¿Y si fuese que nosotros no sabemos escribir?)