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A cuantos con más o menos acierto nos ponemos a escribir un artículo o un reportaje o una novela o un drama, suele acometernos muchas veces la impresión de que «hemos llegado tarde». Lo que nosotros vamos a decir— en ese artículo, en esa novela, en ese reportaje— lo han dicho ya, muchos, antes que nosotros. Aquel tema tan bonito, tan sugestivo, que nos alarga insinuante sus tentáculos, ha sido «tratado», ha sido estudiado antes, probablemente, bajo todos los aspectos, desde todas las vertientes posibles. Al considerar esto el escritor queda perplejo y, lamentablemente, se esteriliza a sí mismo. Porque resulta, a lo mejor, que el manojo de metáforas que él ha logrado reunir para aromatizar su obra —metáforas indudablemente bellas, indiscutiblemente espléndidas— adolecen del defecto original de no ser originales... El tópico ha bloqueado todos los temas bonitos de la Literatura y, al fin, para llegar dignamente a ellos, con un poco de personalidad, sólo queda el angosto desfiladero de la paradoja, si es que no se decide uno por la aerodinámica ruta de la extravagancia. Pero ni la paradoja ni la extravagancia comprenden enteramente el tema. El aerodinámico surrealismo —por ejemplo— a lo más que aspira es a bombardear alegremente el tema, sembrando la confusión, desintegrando la clásica armonía de su estructura, sin lograr por ello rendirle, sin conseguir dominarle.
Los tópicos, cuando todavía no eran tópicos, cuando aun no habían cristalizado y fluían líricamente, juvenilmente, de una impresión auténtica, eran, sin duda alguna, muy belios. ¡Qué vulgaridad tan espesa supone hoy la ocurrencia tópica de ensalzar la mujer comparándola con la rosa! En la carta de amor del recluta a la rolliza moza de servicio podemos encontrar este y otros parecidos tropos peregrinos. Sin embargo, ¿no debió ser en sus comienzos un bello hallazgo, no debió constituir una sorpresa estupenda, esta sutil delicadeza de llamar «rosa» a la mujer?... Después aquella «originalidad» ha rodado de tal forma, se ha repetido tanto, ha sido apropincuada por tantas mentalidades grasientas, ha sido impulsada por tantas manos pringosas, que, claro, no ha podido por menos de convertirse en un pobre y sucio lugar común. Desechamos y despreciamos a los tópicos sin darnos cuenta de que ellos fueron también jóvenes, sin reflexionar que su arrugada, fea presencia, fue un día turgente esplendidez, reclamo incontenible de admiraciones entusiastas.
Y no cabe duda que muchas originalidades son, en su sentido absoluto, bastante menos valiosas que algunas vulgaridades. La adjetivación de la novedad presta momentáneamente valor a muchas cosas insustanciales. Hay en Arte, en Literatura, en la misma Ciencia, muchas concepciones, muchas ideas, cuyo único, exclusivo mérito radica en su flamante apariencia. De la misma manera la originalidad no siempre es de una positiva eficacia estética, aunque su aspecto de fabricación reciente soborne a la vista y al tacto.
Para ser del todo originales hay que forzar muchas veces, si no se es un genio, el lenguaje y las ideas. El alambicamiento, al cabo, no pasa de ser un artificio. Mucho se ha elogiado, y con justicia el librito de Juan Ramón Jiménez, «Platero y yo». Pero, ¿no es triste —pudiera pensarse— que este poeta haya nacido en una época en que, agotados los temas genuinamente bellos y congeladas las linfas de los eternos manantiales; sea necesario, para la originalidad, recurrir al asno, hacer del asno objeto de la inspiración lírica?
La originalidad anda a la caza de temas olvidados como esas pobres mujeres que, en nuestros campos, se dedican e espigar, y recogen aquí y allí la dádiva olvidada de las mieses repletas después que la recolección ha pasado. Algunos autores, demasiado preocupados por la originalidad, dan la sensación de que la Literatura viviese una época de rebusca anhelante y trágica. Como, por otra parte, el léxico se ha democratizado; como los vocablos eufónicos han terminado también por hacerse tópicos; como se ha solidificado, se ha congelado consagrado por la rutina, el fluir de las locuciones clásicas, el autor original, con gran pesar de su corazón, apela en innúmeras ocasiones a un léxico extraño, compuesto de palabras, arrinconadas antes, de segundo orden; expresiones nuevas, flamantes, que aspiran a revivir, gracias a lo inédito de su postura, los temas corroídos y maltrechos en las yacijas del tópico, del lugar común. Pero no siempre este vocabulario espigado de la mies abundantísima del diccionario consigue su propósito. Y el autor, atormentado, piensa entonces que la auténtica belleza, que la clásica belleza, desvirtuada ahora, ya no es bella; ha perdido su virtud al prostituirse, manoseada por la vulgaridad. Sin que en su lugar, sobre sus ruinas, sea posible otra cosa que levantar una estética falsa, aparente, de palabras bisoñas y temas artificiosos. Y en el diccionario adquieren una especial vigencia, ciertos términos; diríase que el diccionario se puebla de ricos nuevos...
No es eso, no debe ser eso. La originalidad está bien. Pero lo ideal, imposible por ideal, sería desvulgarizar el tópico. ¡Ah si llegara el día en que otra vez pudiera parecemos bello comparar la mujer con la camelia o con la rosa! ¡Ah si surgiera un Juan Ramón Jiménez capaz de trasladar la poesía sutilísima de «Platero y yo», a uno de los temas vibrantes! ¡Ah si pudiéramos retornara la sinceridad sin perderla originalidad!
A cuantos nos ponemos a escribir, nos acomete, súbitamente, una impresión de frío. Estamos bloqueados por el tópico. Los lemas están congelados. Las palabras han perdido su fluencia —y su influencia— vital. Las bellas metáforas se duermen, como marmotas, en los moldes clásicos.
(¡Ah la soberbia humana! Se nos ocurre pensar en la limitación de los temas esquilmados y de las palabras gastadas, y, sin embargo, no se nos ocurre reflexionar sobre nuestra pobre, propia limitación ¿Y si el defecto estuviese en nosotros? ¿Y si fuese que nosotros no sabemos escribir?)
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