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PRIMERA PROCESIÓN
RAZÓN DE LAS PROCESIONES. La Luna se asoma en el cielo manchado de Nisán a promulgar la Parasceve... Las gentes apiñan su expectación en las aceras. Puede el fervor decantado de los espíritus selectos abominar del fausto procesional... Y, sin embargo, ¿existe algo más estremecedoramente patético que una procesión de Semana Santa? Hay que ahondar, hay que ahondar. Si de verdad fuésemos como niños, el bronco estridor de los tambores y el plañidero sonar de las trompetas constituirían la propedéutica mejor para el sentimiento del Misterio. Una procesión no es un lujo. Es una necesidad. La imagen de Cristo en la calle es una «invasión» divina que hiende, que parte en dos, la frivolidad de todo el año. La procesión es una lanza que clava la liturgia en el cuerpo espeso, grasiento, de una piedad que el tiempo y la vulgaridad han relajado. Es un revulsivo del que, a pesar de todo, hay que esperar siempre un precipitado de amor.
La procesión de la «Santa Cena» introduce a Úbeda dentro de su misma alma: la «mete en sí». Las ciudades, como los hombres, olvidan, con cierta frecuencia, su espíritu. En la noche del Miércoles Santo, Úbeda, «ciudad de Semana Santa», comienza el ejercicio espiritual que le sume en la contemplación de la Verdad. No importa el bullicio, el «aire de feria» que muchos quieren ver en la Semana Santa... Eso es pura anécdota sobre la que se cierne, purificada, el alma de todo un pueblo. Alguna vez hemos recordado aquello de Chesterton de que a un pueblo lo forman los vivos y los muertos. La Tradición es el imperativo ineludible que de los muertos nos llega. Nuestras procesiones tradicionales encarnan, en cierto sentido, una «comunión de los santos». La procesión es signo de Iglesia. Iglesia en el más auténtico sentido de la palabra.
EL DÍA DEL AMOR. La sinfonía verde y blanca de «La Oración del Huerto», en el esplendor epifánico de la mañana; el clamor penitencial —morado sobre negro— de la cofradía de «La Columna» pautando de timbales sombríos la hora vesperal; los oficios divinos —cera purificante, oro, incienso, solemnidad amortiguada de tristezas en los templos—; los soldados romanos de «La Humildad» llenando las calles de augustos, cesáreos, vagnerianos acordes; el lento afluir a iglesias y conventos —matrimonios, parejas, racimos de muchachas de mantilla, niños, enlutados viejos, «piquetes» de la Guardia Civil...— para la oración bisbiseante y trémula ante el Sacramento; el azaroso trajín de chicos y grandes por callejas y plazuelas en busca de la procesión que se oye llegar, que se adivina, cuya trompetería inminente recala las distancias...; todo forma un ambiente de día grande, definitivo, pleno. La presencia divina, el hálito del Misterio, se siente, se cuaja, se torna palpable. La Fe no se debate en áridas desolaciones, tanteando entre nostalgias: adquiere cuerpo, perfil, calor y color. El Jueves Santo Dios está más cerca. Y el Amor, en el Día del Amor, levanta sutilmente las veladuras de nuestra indiferencia, de nuestro desvío, hasta tocar, hasta herir de ternura el corazón. ¡Cuánto, Señor, tendrá que luchar un ateo para no rendirse a la Fe, el Jueves Santo, en una ciudad de Semana Santa!
CALLE ESTRECHA. En las calles estrechas, la procesión muestra, mucho mejor, su intimidad. Los «pasos» rozan casi las plegarias del balcón y el capirote de los penitentes proyecta en los muros su ascética sombra. Y el silencio, logrado, propone un fondo maravilloso para el leve retiñir de los palios de plata. Y se espesa un perfume de lirios mientras el humo de los incensarios, ausento el viento, eleva, en lenta serenidad, su homenaje. La procesión llena la calleja en total, absorbente dominio. No hay sitio para más. Es una efímera conquista absoluta. No queda lugar para el rumor apagado de la gente, para la exclamación del niño que quedó en la esquina desilusionado —no le dejaron pasar los guardias—... Sólo el amortiguado deslizarse, sobre el pavimento, de las sandalias de los nazarenos. O el chisporroteo de los hachones. Quizás, en algún escalón, estrechada contra la pared o la puerta, contempla, extática, la procesión una mujer vestida de negro. Parece como si la hubiera sorprendido inesperadamente la comitiva, como si la hubiese inmovilizado en asombros. En la calle estrecha la procesión redobla su patetismo, su dramatismo, su imponente severidad. Arriba, muy arriba, sobre la cinta de cielo que encuadran los aleros, vuelan las golondrinas de abril...
FONDO MONUMENTAL.
GENTES. Es bueno que el pueblo reunido no se constituya en «masa». La masa es informe, es una fuerza sin alma. Pueblo es algo distinto a masa... El Viernes Santo ubetense —gentío en las plazas, en las aceras, en las calzadas delante y detrás de la procesión— muestra una manifestación de pueblo, no una demostración de masa. El Pueblo, cuando se manifiesta, lo hace ajustándose a unas coordenadas previas. El Pueblo sigue un «Orden». La masa... se agita tenebrosa, gritadora y ciega. Úbeda es pueblo, muy pueblo, en el mejor sentido que puede darse a la palabra. Todas las buenas gentes de nuestros barrios —San Millán, Santo Domingo, San Lorenzo, San Pablo— se congregan el Viernes Santo en las calles y plazas. Se congregan pausadas, expectantes, lentas, casi solemnes, como obedientes a una Ley. Una ley que nadie —ninguna autoridad— dicta porque está promulgada «desde siempre» y su cumplimiento entraña la más fácil y armoniosa naturalidad. Y este pueblo libre, obediente a una norma vetusta, despliega en su multitudinaria asamblea —el Viernes Santo de Úbeda es una Asamblea de Úbeda— sus más recónditas esencias.
Así nuestra Semana Santa —obra de Pueblo— se desenvuelve sin una pifia como si fuese efecto de una preparación minuciosa y prolongada, como si alguna «organización» la hubiese precedido cuidadosa de todos los detalles, cuando, realmente, su esplendor cada año surge solo, resultado de un mancomunado afán a través de los tiempos. No exageramos al pensar que la Semana Santa de Úbeda es una auténtica «obra de arte», casi acabada en su perfección externa. Pero, ¿quién la ha hecho? Todos y ninguno. La Tradición. Se advierte enseguida qué pueblos llevan dentro tradición y qué pueblos no la llevan. Cuando falta tradición hay que organizarlo todo, es decir, todo hay que improvisarlo.
AMANECER. Cualquier ubetense sabe que quien no ha ido nunca a la Plaza de Santa María en el amanecer del Viernes Santo, no puede considerarse ubetense del todo. «Ver salir a Jesús» a los acordes del Miserere, gradúa de ubetensismo. Úbeda es esto y otras cosas más, pero, primero, Úbeda es esto. Y ¿cómo explicar esto? Nadie podrá secar la emoción que mana desde las fuentes más hondas y que no podrá acartonar ningún tópico. Úbeda, tan individualista probablemente, Úbeda, ciudad en la que cada uno, quizás, sigue su camino, tiene, sin embargo, un alma colectiva indestructible, inalienable, que se manifiesta en ciertos momentos inolvidables. He aquí, en el amanecer del Gran Viernes, el momento supremo de Úbeda. Describirlo es fácil para cualquier ubetense. Para cualquiera. Y para eso sobra la literatura...
TROMPETEROS. ...Y toda la fronda interna de los ubetenses se agita ante el «lamento» de las trompetas del Viernes Santo. No se trata, en este caso, de bandas de trompetas, con aire, más o menos, de desfile militar. Hasta parece que algunas cofradías van eliminando estos trompeteros vestidos de penitente que, en medio de la procesión, de trecho en trecho, formando grupo, acordan su melodía. Es lástima que ya sólo vayan quedando los trompeteros de Jesús, de «La Soledad» y de algunas otras cofradías más —cofradías que por estar asentadas en la roca de la más acendrada Tradición no pueden renunciar al genuino sabor que les llega imperado por los siglos—; es lástima —y más de una vez hemos clamado contra la cada vez más cercana desaparición—, porque este sonar de las trompetas antiguas despierta ecos ancestrales dentro de cada alma y es como el «vehículo» que trae a la actualidad la enorme y delicada carga lírica del pasado. En el «lamento» —de modulación larga, invertebrada— la tristeza de la Pasión encuentra su más fiel correspondencia.
HORAS DEL VIERNES SANTO. Cada hora del Viernes Santo en Úbeda tiene su específica emoción. El amanecer quiebra, en la procesión de Jesús, la opacidad de las almas y ya todo el día es cauce abierto para la avenida acariciante de mil sentimientos viejos que la cotidianidad atascó y que, este día, libres, nos ciñen de purezas...
En plena mañana, ya «Jesús de la Caída», desgarrada su túnica, herido por el sol su rictus de dolor infinito, alza su desolación, su cansancio, su «derrota», su palidez. Y su mirada va reconviniendo pecados. Y mirándole hay que exclamar: «Pequé, pequé, pequé...» Más allá y más acá de la procesión esté el bullicio, puede estar el bullicio irresponsable. Pero la procesión lo purifica, lo exorciza.
A mediodía «La Expiración». Blanco y negro de los penitentes. Una marcha procesional desgarradora, que taladra, que despeña en torrentes de incontenidos trémolos, los embalses inmensos del dolor. Cristo izado en la Cruz. Úbeda sojuzgada, amorosamente sojuzgada, por el Drama. Úbeda fuera del tiempo, sierva un instante de la Eternidad.
Después «Las Angustias»... La tarde que quieta su plural, su floral, su vernal embrujo en la contemplación de la Virgen. Blancura de penitentes signados de la cruz. Cruz negra, repetida, reincidente, inagotable. Cruz negra para sellar el ocaso. Cruz negra predicando trascendencia a la loca risa, a la loca brisa.
Y luego «La Soledad».
LA SOLEDAD. En Úbeda el Viernes Santo —creemos haberlo dicho ya— aúna en total eclosión la emoción de todo el pueblo. Cada hora del día tiene su fervor y todos los afanes concurren, prodigiosamente, en cualquier momento, hacia un único objetivo. De tal manera no hay ubetense hábil que no sienta que su sitio a las siete de la mañana de este día es la Plaza de Vázquez de Molina para presenciar la salida de la procesión de Jesús. Y que a las doce no puede —no debe— estar en otra parte sino en las cercanías de la Iglesia de la Trinidad para ver descender suavemente por la lonja del templo «La Expiración», ese Cristo imponente que en el momento cenital abre sus brazos a la ciudad entera, mientras la marcha conmovedora de D. Victoriano García puebla la Plaza de notas desgarradas, casi epilépticas, mientras el sol reverbera en los rasos blancos y negros de los penitentes y el bronce de la «campanilla del guión» va abriéndose lentamente paso hacia la calle Mesones, entre las filas apretadas —ojos, ojos, ojos— de la multitud.
Y así, el ubetense de casta, a las siete de la tarde tiene que hallarse, sin excusa ni pretexto, en la cuesta de la Merced o en sus aledaños, junto a la muslímica «Puerta del Rosal» para ver subir a la Virgen de la Soledad, para aplaudir, para aclamar, para advertirse inmerso en la plenitud ardorosa de unos instantes en que el pulso de la Tradición golpea vigoroso, arrebatado, galopante. Es una belleza en desorden —marea encendida en afectos— la que entonces, súbitamente, se produce. Nuestro Viernes se rompe en espirales patéticas, ebrias; en una «prisa» de carreras, de plegarias urgentes, de gritos sincopados, de lágrimas apresuradas. La Virgen, alta en su trono oscuro, balanceante, no es llevada en paso de procesión: los cuadrilleros remontan veloces las cuestas, hiriéndose en los guijarros... De un tirón, sin descanso, quisieran llevar la Virgen hasta Santa María. Y la música antiquísima del Stabat Mater, de acentos arcaizantes, moriscos —la Virgen de la Soledad existía ya en el siglo XI— enardece aún más el dramatismo de la procesión. Y los penitentes, de indumentaria anacrónica —atezado el rostro descubierto que asoma bajo la capucha negra— traen a este tiempo enfático, a este tiempo nuestro tan pagado de descubrimientos y avances, el sabor terroso, humilde pero afianzado en seguridades, de otras épocas, de otros siglos. (Siglos de barro quizás: siglos que repugnan a nuestro tiempo de vientre de oro... y que, sin embargo, intensamente iluminados por la antorcha de la Fe, conocían, sabían siempre el camino.)
LA PROCESIÓN GENERAL. Cada cofradía ubetense tiene su carácter específico, pero la Noche del Viernes pone a todas las cofradías en punto de fusión. La procesión general, se ha dicho muchas veces, es una sinfonía... Bueno; pero todas las notas se acompasan a una melodía única. Y todos los colores —como en una renuncia de sí mismos— quiebran su ímpetu, sumisos a una pauta. La Procesión General es un crisol maravilloso. En él se funden todas las emociones del Jueves, del Viernes Santo ubetenses. Hasta las gentes —esas gentes que han discurrido por las calles durante todo el día con cierto aire ferial, esos chiquillos de los pitos y de los globos y de los «puritos americanos», esas muchachas de pueblo, de vestidos rojos, verdes, amarillos, endomingadas, de tacón alto y labios pintados— acordonan ahora su expectación, a lo largo de las calles del trayecto, sumidas en impresionante, religioso, conmovido silencio. Los tambores resuenan luctuosos: va a pasar Cristo flagelado, Cristo cargado con la Cruz, Cristo Crucificado, Cristo exánime, Cristo muerto... Úbeda tiene alma, ¡alma aún!, receptiva a la impresión, al impacto del Suceso trascendental, cardinal, teologal, que ahora, en la conmemoración procesional, se le muestra en sublime grandeza. Tililan oscilantes las luces de las tulipas, de los varales, de los cirios. Un escalofrío de raíces hondas enhebra los espíritus. El viento de Dios aviva los rescoldos de mil fervores moribundos. Y la historia, húmeda de nostalgias, de recuerdos familiares, de ilusiones viejas, acecha detrás de cada esquina. Las trompetas convocan bajo los balcones la memoria del niño perdido que anida dentro de cada hombre... Más penitentes, más luces, tronos refulgentes... El Santo Entierro... Tras la procesión la noche cierra su espesor. Y en el aire doliente, la primavera, acongojada de atambores lejanos, inhibe su pujanza... En la noche del Viernes Santo, se clausura la Asamblea de Úbeda ante la contemplación del Misterio. Nadie podrá quitar a Úbeda su fe; nadie podrá despojarla de su Viernes Santo. Es su patrimonio mejor. Su orgullo. Su honra de pueblo cristiano.
RESURREXIT
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