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Sentados al sol —el sol es padre común que nunca abandona— los viejos hablan de sus cosas. Pero, ¿cuáles son sus cosas?
La tarde despliega su clamor esplendoroso; es de un azul que sacia y no se sacia. Tornasola la siembra sus verdes, la brisa ensaya sus caricias, arriba, las aves reinciden en sus curvas armoniosas...; quizá, cerca, el agua de una fuente hace su bordado en la paz silenciosa, y el fervor sin nervios del campo difunde su «claridad sonora». Y ellos, los viejos, comentan mientras charlan sin programa.
¿Qué es el mundo? ¿Cómo son las cosas? ¿Dónde está la verdad? He ahí lejos, muy lejos ya, la juventud que dogmatiza, que estrena ideas, que satina ambiciones y rompe, cambia, o arroja al cesto las vivencias de cada mañana. Pero ellos, los viejos, ¿qué van a cambiar?, ¿qué van a despilfarrar? Allegaron dolores y las penas pasadas les dan, a largo plazo, la renta de una sonrisa. Quizá el interés de una ironía. Vieron nacer y morir. Amores que se encresparon y luego declinaron mansos. Furias que se agitaron y después quedaron quietas y frías como las manos de un cadáver... Hombres que arriaron su grito, banderas que palidecieron, entusiasmos a los que un viento arrebató el acento... Todo está sedimentado en la memoria, pacificado en sus recuerdos. Y, sin embargo, el interés, la atención de los viejos no ha cesado. ¿Por qué? ¿Por qué abdicar de la memoria si todavía el calor y el color de la tarde está, también para ellos, presente y luminoso? No ha callado, no, su corazón. Y aún la inteligencia enciende sus bujías, y la voluntad abre sus caminos, y la mano señala lo que la cansada frente signa.
Sentados al sol, ni envidiados ni envidiosos, en ocio sin desmayo, esperando sin ensueño, discurren en sana contemplación. El mundo se ha ensanchado, pero cabe, cabe holgado en sus pensamientos. Ellos ya son poco, ellos apenas deciden nada acerca de la marcha del pequeño mundo familiar o del mundo grande de la historia. Y, sin embargo, esta incapacidad empieza a obsequiarlos con una alta sabiduría. No saben que son filósofos: empiezan a encontrar lo que nunca buscaron, a saborear lo que probablemente siempre desdeñaron. La vida les da ahora su almendra íntima. ¿No habían luchado antes por conquistar la pulpa fresca, jugosa, de las cosas? Pero ya se agriaron aquellos sabores efímeros y la realidad les ofrece su avellanado encanto. Y de cada suceso les queda la semilla. Los viejos se alimentan de semillas, se nutren de la simiente seca que queda de la verdad después que ha sido despojada de su carne variable, de su apariencia loca, de su color de una hora.
Hablan los viejos de sus cosas. Y sus cosas son las de todos, pero exentas de patetismo urgente y de tristeza. ¿De tristeza? Sí, porque ya no hay choques ni accidentes. Sí, porque un buen viejo que sabe serlo puede muy bien apacentar la última alegría, la honda alegría que jamás es atributo de la carne condenada, ni siquiera del alma comprometida con la carne, sino del espíritu. Del espíritu que cuida sus mejores nidos en las cimas escarpadas donde el tráfago ardoroso y tópico no llega, donde sólo alcanzan los humildes, solitarios senderos.
Siempre habrá que oír la charla de los viejos. Muchas veces habrá que acercarse a ellos como en cura de reposo, en demanda de un sedante. ¿No es la misma vejez, cuando la serenidad la guía, un analgésico? Pero para que esto sea posible los viejos han de tener un dominio, una «seguridad» de su vejez. Que no quepa el desaliento en ellos; que conozcan que, inmunes a la fiebre, no por eso están fuera de la vida. Si la juventud se considera firme, ¿por qué no ellos? El hecho de que les quede poca vida «por delante», no es un demérito. La única vida hecha, realizada, lograda, es la que queda detrás. Que estén próximos a terminar la carrera es señal de que su título de hombres es inminente... Convendría una escuela de viejos que sepan sonreír, que acierten a señalar lo que la frente cargada ha signado.
¿Qué es el mundo? ¿Cómo son las cosas? ¿Dónde está la verdad? Si no toda la verdad, los viejos pueden dar siempre el dibujo, el perfil de la verdad. Luego —eso sí— están los jóvenes para llenar cada día la verdad de carne diferente.
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