|
La noticia del triunfo de Lepanto no llegó, por supuesto, a propagarse con la velocidad del sonido. ¿Y en nuestro tiempo la noticia del resultado de un encuentro de Tercera División? Es seguro, que se difunde a la velocidad de la luz.
No le demos vueltas. La ventaja fundamental de la época que vivimos, a favor de la cual medran todos los avances, no es sino la velocidad o, si se quiere, la agilidad para el remate fulminante. Hasta los filósofos tienen que ser delanteros centros en lo suyo. El hombre que triunfa no es sino el «hombre que chuta». La rapidez es nuestro signo. En la guerra y en la paz. En el cohete atómico y en la noticia...
Pero respecto a la noticia, ocurre la objeción, es decir, la desazón. La noticia ultrarrápida no puede proporcionar el conocimiento envolvente. ¿Quién fue quien dijo que nadie había podido ver nunca una naranja entera? Tampoco, claro, un tranvía entero, ni una mujer... Pues, entonces, si existe la imposibilidad física de constatar la totalidad de una cosa, si hay que apreciarla sucesivamente y por partes, ¿cómo una noticia-exprés, que va de vuelo, va a enterarnos exactamente de algo?
Una solución sería que las noticias fuesen giróvagas; que rotasen alrededor de las cosas que, como la Luna, se obstinan en mostrarnos una sola de sus caras. El periodismo moderno debiera inventar el artefacto que, describiendo previamente la circunferencia en torno a cada suceso, permitiese conocer su lado oculto. Las plataformas de lanzamiento, que son las agencias informativas, han olvidado quizás este detalle. Porque, al fin y al cabo, si ver pronto o ver antes interesa, mejor es ver bien y ver del todo. Decir hoy lo que todo el mundo dirá mañana es el secreto de triunfo del buen periodismo. No obstante, siempre, la otra cara de la Luna queda inédita. Y como de cualquier cosa gusta más lo que no se ve que lo que está a la vista, y más lo que se calla que lo que se dice, resulta que los recursos informativos al uso no pasan de aperitivos: abren el apetito de saber y después se declaran impotentes para saciarlo. Quedamos, así, medio enterados.
Es casi trágico porque para remediar la deficiencia, para olvidar el mal, vienen precisamente los «enterados». ¡Los «enterados»! Una fauna. Montan su oficina con los ficheros de la suspicacia y de la murmuración a la vista y sirven, al consumidor, el bulo: esa noticia gorda que pretende ser exhaustiva. Fotógrafos fraudulentos del hemisferio oculto, agentes del infundio, comisionistas de la mentira...
—¿Usted ha visto? ¿Se ha enterado usted?
Son las preguntas que, a diario, esgrime el viajante de la calumnia. Cuando le declaramos nuestro conocimiento parcial, suministrado por la información de que disponemos, nos dice entre perspicaz y compasivo:
—Pero, hombre, no sea ingenuo: ésa es la versión que se da, pero la verdad...
Y al llegar aquí nos cuenta la verdad, la suya. Es fantástica, escandalosa, inverosímil, aparatosa y retumbante. Además, emperifollada, pintarrajeada y agobiada de sortijas. Con todas las notas, en fin, de la majadería.
—Pero, muchacho; yo que creía que...— se aventura uno a protestar tímidamente.
Y si insiste uno en su prudente incredulidad respecto a la «verdad» con que acaba de obsequiarnos, el enterado se marcha dando un portazo y refunfuñando como aquel don Venerando de «La Codorniz».
|