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Ciertas conclusiones postuladas por algunos científicos actuales son mucho más difíciles de aceptar en buena lógica que rancios principios de tipo filosófico —no digamos de temario religioso— que ahora, en muchos medios, se reputan como absurdos. Así, cuando desechadas las tesis finalistas, se propugna que todo es como es por puro azar. ¿Por casualidad, y no por causalidad, se ha llegado entonces, a producir el cerebro de Albert Einstein y el lenguaje mímico de las abejas danzarinas como «medio de comunicación social»? ¿Se piensa, en fin, que el pensamiento, el instinto y el orden «more geométrico» de los sistemas planetarios, son perfecciones a que se ha llegado por chiripa...? Hay motivos para alarmarse porque, quizás, nada más la alineación y la locura pueden inducir a mantener en serio cosas asi de disparatadas. Por supuesto, no hay derecho ninguno a creer en cualquier evolución —biológica, histórica, artística, religiosa o política— si alguien, antes, no ha dispuesto los planes. Ni siquiera se concibe el paso del huevo a la larva y de la larva al insecto... sin el «ingeniero» previo. Tampoco la margarita o el jaramago han brotado al borde del sendero sin la obediencia fiel al esquema insaciablemente repetido. Son muchos de miles de millones de casualidades...
Pero el evidente finalismo que gobierna el universo no es un determinismo precisamente. ¿Son iguales todas las hojas del abedul? Sí, pero no encontramos dos que superpuestas coincidan. Y todos los hombres estamos llamados asimismo a la «igualdad»; pero con distinta cara, diferente peso moral y físico, opuestos intereses y quizá irreconciliables perspectivas. «De los hombres se hacen los obispos», decía el refrán. Pero se terminarían los hombres en la Tierra si un irreversible, determinado, necesario proceso hiciese de todos los hombres obispos. Creo que habrá que deducir por tanto que si bien todo en el mundo —en la naturaleza y en el hombre libre— se mueve en una dirección, queda siempre un margen para la desviación. Quizás la Naturaleza concede iniciativas a cada rosa dentro del plan general y por eso están la rosa blanca y la rosa color de rosa. El más patente derecho a cierta iniciativa dentro de un orden se otorga al hombre. Es como si se le dijera: Para llegar no hay más calle que ésta; ahora bien, estás facultado para construir la acera a tu gusto. Puede que nada más que eso sea la libertad. Porque las opciones legítimas, ¿acaso no son necesariamente limitadas? Sería absurdo que nos dieran a elegir entre tener pulmones o no tenerlos. He aquí la razón por la que se recurre al manoseado tópico de que es buena la libertad y malo el libertinaje. Somos libres en tanto en cuanto elegimos la acera, señalado de antemano el camino. Somos libertinos cuando elegimos destruir el camino. Destruir el camino no es menos absurdo que auto-impedirnos la respiración.
Este drama de ser y de vivir, sujetos de una parte a un diseño que nosotros no hemos trazado y de otra parte libres para modificar el diseño, pero también lo suficientemente libertinos para sentirnos tentados de «terminar con todo» que es exactamente lo mismo que «cambiarlo todo»...; este drama y esta congoja y esta euforia de ser súbditos de la necesidad y reyes de la iniciativa, es precisamente lo que nos hace conscientes de «nuestra temblorosa alma inmortal». Es la bella frase de un viejo marinero borracho y sentimental, protagonista de una antigua película que encarna Clark Gable. Se trataba de un hombre cansado de afanes, de mares, de viajes, de amores. Traído y llevado, por todo los oleajes, juguete de su capricho ambicioso y veleidoso —soñador—, dándose de cabezadas empero entre las cuatro paredes de su inalienable condición humana, experimenta el gastado e intrépido marino la comezón de un espíritu torturado por azares y por necesidades. Pero que en la hora última siente la nostalgia —que en su caso es adivinanza— de lealtades más altas. Es entonces, cuando la nueva ilusión le acaricia y exclama: «Mi temblorosa alma inmortal». Y se le ve arrinconarse en sí mismo, cerrando los párpados y apretándose el pecho náufrago. Se le ve en una sonrisa inédita la señal de haber encontrado otra libertad cuando ya, derrotadas, sus codiciadas libertades (caprichos, afanes, ambiciones, pecados, dudas y penumbras) han tocado fondo.
En efecto, tiembla el alma humana como una hoja. Tiene como una hoja su constitución, su esquema invariable. Pero tiene también su viento. Y el viento, cambia a cada instante de dirección y de fuerza. Pero ni se puede cambiar la hoja ni se puede acabar el viento. El engañoso viento «tienta» a la hoja: Arráncate, sé libre, vuela. La hoja porfía. La hoja liberada, ¿no es la hoja muerta? Todo el suelo crujiente del bosque está lleno de hojas secas que un momento volaron libres...
¿Para el hombre hay otra libertad más noble y más cierta que la que promete a las hojas el viento? Para el hombre hay otra lealtad. Cuentan que Beethoven en sus postreros instantes gritaba: «Me parece que estoy empezando». Quizás es que estaba eligiendo en la encrucijada de la necesidad, del azar y del viento. Quizás es que se quedaba con el viento. Pero un viento que nacía interior, tan antiguo que resultaba avasalladoramente nuevo, distinto.
Y no obstante, esto parece triste. ¿Acaso es preciso llegar a morir para empezar el concierto? No es eso. El concierto comienza ya mismo, cuando se quiere, aquí, ahora. Nada más hay que tener en cuenta que no somos dueños de la clave del concierto. ¡Qué belleza da al temblor del espíritu la seguridad de sentirse inmortal! ¿Quiere usted una fianza de su libertad? No hay otra garantía sino ésta.
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