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La vida siempre es «interina», pero se añora, irremediablemente, lo estable. Precios interinos, salud interina, tristeza y alegría temporeras. Todos somos temporeros porque, ¡ay!, nos movemos en el tiempo. Y sin embargo ansiamos con todas nuestras fuerzas pertenecer a un escalafón seguro, a una plantilla vital. Y no hay ricos de plantilla, ni hombres sanos de plantilla, con salud garantizada. Ni nos aguarda el «ascenso» de manera irremisible. ¿Por qué? La vida es radical inseguridad, constante tanteo. De ahí los desengaños. Todo el mundo se desengaña alguna vez. Pero si se desengaña es porque antes se ha engañado, porque antes ha creído demasiado.
No obstante hay épocas más inseguras que otras. Por lo visto, la nuestra es inestable, en grado extremo. De un día a otro cambian los gustos, las mentalidades, el arte y las ideas. Parece que cuando, en siglos pasados, una costumbre (sea cual fuere) se ganaba un prestigio, había costumbre para rato. Y hasta en el comercio la estabilidad era un hecho: había precios para rato. Brinton glosa —por ejemplo— la estabilidad de los mercados en la Edad Media. Entonces, la ley de la oferta y la demanda no existía y, según él, los beneficios del vendedor eran su concepto de salario. Economía estática. No existía el progresismo en el sentido que ahora se da a la palabra. Se achacaban los cambios al pecado; nunca, a la evolución natural. Y si la economía era tradicionalista, ¿cómo no iban a serlo las ideas?
No hay que envidiar a la Edad Media ni a ningún tiempo pasado. Tampoco hay que desdeñar a ninguna de las cosas que fueron y ya no son. El hecho es que vivimos en un tiempo en que la inestabilidad es ley. Todavía hace un siglo, los padres podían prever el futuro de sus hijos y acertaban con ligeras variantes. Y la herencia que se recibía —material o espiritual— era una circunstancia que predeterminaba y «conformaba» muchas actitudes. El rico sabía que, salvo accidente fatal, seguiría siendo rico. Y el hombre educado, por otra parte, estaba en inmejorables condiciones de seguridad siendo hombre educado. Hoy no. Hoy cualquier actitud tiene que vencer innumerables resistencias. Hoy, propiamente, no hay estados de ánimo, sin lucha. Hoy dominan las «impresiones de ánimo». Los colores están suplantando el dibujo y las vibraciones efímeras y aleatorias de las personalidad pugnan por quebrar cualquier línea de conducta. Si cada mañana varía el precio de la carne, cada atardecer entra en crisis el cuadro de las convicciones. ¿Qué va a suceder mañana?
Ha entrado a la habitación en que trabajo un hijo mío, un niño de siete años.
—Papá, ¿cuánto tiempo va a durar el buen tiempo?
—No lo sé, hijo mío.
No. No sabe uno nada. Si fuese el tiempo climatológico lo único imprevisible... Pero hay muchas cosas importantes cuya vigencia uno tampoco puede garantizar. ¿Qué será de este niño, mañana? Por supuesto, si Dios lo quiere, será un hombre del mañana. Pero ¿cómo serán los hombres del mañana? ¿Sus ideas? ¿Sus preferencias? ¿Sus normas? ¿Sus principios? Nadie puede aventurar un juicio. Antes, los padres leían, aproximadamente, en el porvenir de sus hijos. Deletreaban al menos su futuro. Antes, cuando el tiempo era en «tempo» lento. Ya es dificilímo; ya el ritmo dinámico, en velocidad creciente, nos aleja la visión.
—Papá, ¿hasta cuándo dos y dos van a ser cuatro? —Hijo, no lo sé.
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