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TARDE DE TOROS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 5 de octubre de 1954

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El cartel de toros pone un bisel de prestigio en el pro­grama de las ferias y fiestas. Cuando no hay toros, a la feria le falta el alma; languidece en un esfuerzo triste, ané­mico; se desparrama en redundancias de dianas, de fuegos artificiales y de elevación de fantoches.

Los toros son el núcleo que sirve de pretexto al pro­grama de festejos. Los días de feria en que no hay toros, son como los satélites del día de la corrida. La corrida, irradia su fulgor en la feria toda y hasta los niños se mon­tan con más alegría, con más fervor, en los caballitos cuándo saben que su papá está, mientras, abroncando, en la plaza, a un picador...

Un programa de feria sin toros, jamás podrá desen­tenderse de su complejo de inferioridad.

También nosotros mismos nos sentiremos minimiza­dos durante algún tiempo si no asistimos a la corrida de nuestra feria. Nos remorderá la conciencia cuando oigamos a la banda de música, tocando un pasacalle, ca­mino de la plaza. Y luego, ante los demás, sentiremos una vergüenza infinita si no hemos estado presentes en el es­pectáculo porque no sabremos especificar si el toro quinto derrotaba por la derecha o por la izquierda. Y porque no podremos exponer como todo el mundo nuestra opinión sobre la tercera vara que recibió el toro que abrió plaza...

Antes de los toros, el pueblo, la ciudad tiene un her­vor, una calentura. Es una tarde sin oficinas, sin camiones y sin comercios abiertos. Pero, además, es una tarde que se eleva sobre un plinto de euforia. Se resisten mayor can­tidad de cigarrillos y mayor cantidad de calor que cualquier otra tarde. Se advierte una tensión en el ambien­te y hay una emoción contenida en los nervios presta a es­tallar. Estallará, entre el sol: estallará, roja de encendidos aplausos, o negra, virulenta de denuestos; pero estallará. Y luego, al finalizar la corrida, a la hora del crepúsculo, cuando los toros muertos manchan de sangre el delantal blanco de los matarifes, cuando los picadores últimos, cumplido el tercio, salen de la plaza ocultando su mirada derrotada entre la gente, cuando se enciende la polifonía luminosa del «real de la feria», cuando entre polvo, sudor y cerveza, los conspicuos despliegan —en la mesa de cual­quier bar— su facundia polemista y sapiente..., la conges­tión de la tarde habrá pasado. Y ya, laxo el ánimo, la no­che de feria puede traérnoslo todo. Hasta la diversión. Hasta el aburrimiento.