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El cartel de toros pone un bisel de prestigio en el programa de las ferias y fiestas. Cuando no hay toros, a la feria le falta el alma; languidece en un esfuerzo triste, anémico; se desparrama en redundancias de dianas, de fuegos artificiales y de elevación de fantoches.
Los toros son el núcleo que sirve de pretexto al programa de festejos. Los días de feria en que no hay toros, son como los satélites del día de la corrida. La corrida, irradia su fulgor en la feria toda y hasta los niños se montan con más alegría, con más fervor, en los caballitos cuándo saben que su papá está, mientras, abroncando, en la plaza, a un picador...
Un programa de feria sin toros, jamás podrá desentenderse de su complejo de inferioridad.
También nosotros mismos nos sentiremos minimizados durante algún tiempo si no asistimos a la corrida de nuestra feria. Nos remorderá la conciencia cuando oigamos a la banda de música, tocando un pasacalle, camino de la plaza. Y luego, ante los demás, sentiremos una vergüenza infinita si no hemos estado presentes en el espectáculo porque no sabremos especificar si el toro quinto derrotaba por la derecha o por la izquierda. Y porque no podremos exponer como todo el mundo nuestra opinión sobre la tercera vara que recibió el toro que abrió plaza...
Antes de los toros, el pueblo, la ciudad tiene un hervor, una calentura. Es una tarde sin oficinas, sin camiones y sin comercios abiertos. Pero, además, es una tarde que se eleva sobre un plinto de euforia. Se resisten mayor cantidad de cigarrillos y mayor cantidad de calor que cualquier otra tarde. Se advierte una tensión en el ambiente y hay una emoción contenida en los nervios presta a estallar. Estallará, entre el sol: estallará, roja de encendidos aplausos, o negra, virulenta de denuestos; pero estallará. Y luego, al finalizar la corrida, a la hora del crepúsculo, cuando los toros muertos manchan de sangre el delantal blanco de los matarifes, cuando los picadores últimos, cumplido el tercio, salen de la plaza ocultando su mirada derrotada entre la gente, cuando se enciende la polifonía luminosa del «real de la feria», cuando entre polvo, sudor y cerveza, los conspicuos despliegan —en la mesa de cualquier bar— su facundia polemista y sapiente..., la congestión de la tarde habrá pasado. Y ya, laxo el ánimo, la noche de feria puede traérnoslo todo. Hasta la diversión. Hasta el aburrimiento.
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