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El hombre critico no suele coincidir en el hombre «creador». Spengler encontraba casi una oposición entre uno y otro. La labor creadora pide imaginación. La crítica exige una dosis considerable de inteligencia, aunque con frecuencia el crítico usa preferentemente de su instrucción y, a veces, más bien, de una especie de ignorancia ilustrada. Quizás hoy, de entrada, el crítico logra su «impasse» con la osadía. Y entonces el crítico precede al creador y no al contrario, que parece lo ortodoxo. Son bastantes los casos en la literatura y el arte con un proceso así: el crítico crea al artista, lo hace o lo adelanta, lo expone. Y después, el poeta, el pintor o el novelista recogen la fama que les ha otorgado el crítico. Es curioso, entonces, que el creador haga de su cuadro, de su novela, de su canción, una obra crítica. Está a la vista: el poema con mensaje, la canción-protesta, el relato testimonial, la «denuncia profética», constituyen otras tantas obras en las que la creación propiamente dicha brilla por su ausencia. Cuando más, la creación se ajusta o se subordina a un propósito más bien analítico: es decir, no merece llamarse creación.
En medio de esta confusión del «creador» que se dedica a la crítica y del crítico con vocación creadora, ya importa menos la sensibilidad en uno y en otro. Y la inteligencia puede quedar en simple listeza. Y si luego se interfiere la política —que además de una ciencia es una tentación— resulta que el «panorama de la cultura» queda en piano desafinado... (¿Qué cómo sale tan mal Chopín?... Ah, pues después de tanta mudanza...).
Lo menos que necesita una cultura, tanto desde el punto de vista del crítico como del creador, es una serenidad. Si hay serenidad no se cambian los papeles. Es cierto que a la política puede venir bien un «agítese antes de usarse» y, por eso, los períodos electorales son una invitación, en cierto modo, a las demagogias, a todas las demagogias. Pero incluso la política, cuando de verdad aspira a ser cultura, debe afinar sus teclas y apagar sus gritos. «¿Cómo hacer entender el equilibrio de poderes? ¿Cómo escribir un capítulo de Montesquieu en el estandarte de la revuelta?», escribía madame Staël.
Si es necesario, pues, serenarse antes de la cultura —antes del cultivo creador, crítico o político— lo mejor es desenmarañar y que cada uno siga su hilo y no equivoque su origen. Hay que buscar en lo que cada uno hace lo que cada uno quiere. Sin que nuestra acción se desenganche de nuestro propósito que es lo que pasa cuando se proyecta una política novelada, olvidando que la política es el arte de lo posible. O cuando se pintan cuadros socialistas, o se pergeñan poemarios que más o menos exponen un plan quinquenal, que los hay.
¿No será que es precisamente querer, querer algo definido, concreto y con perfil indeleble, lo que a todos y cada uno nos falta? Blondel —un filósofo poco leído, pero primerísimo— cree que lo fundamental en el hombre no es el «pienso» cartesiano, ni el «debo» kantiano, sino el «actúo». El hombre está botado a la acción, pero con frecuencia (y en esta época de activismos sin tasa, mucho más), nos ponemos a hacer mil cosas que no sabemos y que ni siquiera queremos. Se suele decir que la acción no nos deja tiempo para pensar. No es eso, porque todos pensamos demasiado ahora, aunque este exceso de carga mental no acertamos a orientarlo y por ello deriva en depresiones y en neurosis de todo tipo. Lo que sucede es que esquivamos la tarea de querer. De querer con firmeza algo. Y entonces, nuestra acción constante y plural no pasa del apaleo incontrolado, es decir, se ciñe a un dar palos de ciego.
Al crítico, al creador, al poeta, al político..., habría que ir con la consigna: Póngase usted a querer. A saber lo que quiere y, así a ver si entre todos aclaramos el nublado.
Difícil, porque el último fondo es que detrás de tanto grito, de tanta bandera, de tanto poema, de tanta fábrica, de tanta canción y de tanto programa, falta una auténtica voluntad. Unamuno, ya en sus días —bastante parecidos a éstos— se quejaba de que en aquel tiempo había más Noluntad que Voluntad. Hay un «Nolo volle», un «no quiero» en todas las posturas rebeldes. O, mejor, hay un «Voló nolle», un «quiero no querer». Si nos falta una voluntad genuina, nuestra acción se enrola inevitablemente en la actitud negativa de la protesta, de la acritud, del odio, de la mala sospecha. Se hace un programa del «No», aunque disimulamos exclamando enseguida que luchamos por... (pongan aquí una bella palabra, por ejemplo la Libertad).
¿Voluntad o Noluntad? Cierto que la Voluntad nos impele a decir «no» a mil cosas. Ahí están los ascetas. (¿Ahí están? Bueno, es un decir, porque ya no hay ascetas o no se ven). Cierto que la Voluntad no es conformismo. Pero la acción que la voluntad guía, obedece a un principio, a una norma, a un sí original. En cambio, la Noluntad, que glosaba Unamuno, tiene como causa el pecado de no buscar en el fondo del espíritu el gancho o la locomotora que arrastra nuestro tren. Sin gancho, acostados en su nihilismo, en su noluntad, hay muchos hombres que nada más interrumpen su radical modorra para gritar, sonámbulos, sus pesadillas.
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