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DE LA NOVELA AL BARULLO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 19 de diciembre de 1973

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No se sabe qué definición podría vernirle ahora bien a la novela. El «hecho» novela ha proliferado tanto y en tan varias direcciones que ya es muy difícil ajustarlo a ningún concepto. Desde Stendhal —«novela, espejo en el ca­mino»— ha llovido mucho en los caminos. Y en los teja­dos. A propósito: la novela de hoy, ¿camina de verdad, camina con las cosas, o se cierra sobre ellas, creándoles un cobijo, un clima, un ambiente en torno, como si fuera un tejado? Aunque a primera vista pudiera parecer lo contra­rio, el «Ulises» de Joyce resulta una novela-habitación. Una habitación para el día 16 de junio de 1904. Cierto que a esta habitación de ese señalado día llegan una multitud de personas, hechos, sucesos y ecos. Y que cada persona, suceso o hecho trae su respiración distinta y su hábito pe­culiar. Es un tejido cuyo entramado complejísimo y capri­choso, casi desconcertante, con insólitas asociaciones de ideas y de imágenes, acarrea —enganche sobre enganche— innumerables mundos al mundo de los protagonistas de la novela, Leopoldo Bloom y Etephen. Pero se trata de todo lo contrario de la «novelarío» que discurre abundosa por su cauce. Se trata, en «Ulises», de una atmósfera segre­gada por los personajes del relato, o quizá de una tela de araña cuyos finísimos e innumerables hilos cambian de color, de forma, de dirección, de sentido a cada momento. Por añadidura —o como consecuencia— un tornasol su­rrealista da al mosaico lingüístico de Joyce una apariencia de vidriera, de charco iluminado, de nebulosa en espiral, de cultivo microbiano, según el contemplador, según el momento. Y, sin embargo, todo deviene en esta novela tan ambiciosa que quiere enlazar el espacio de un día con todos los lugares y con todas las distancias por grandes que sean, todo se encierra al fin bajo una... bóveda cra­neana.

No obstante, después de Joyce, la novela ha «avanza­do» aún más. O se ha puesto más difícil, más rara, si us­tedes lo prefieren. Puede que, como en otros aspectos de la cultura de hoy, se tienda a un género de síntesis. ¿No está ya en las exposiciones, e incluso en los mercados, la escul­tura-pintura? Y ¿no intenta la psicodelia sinestesias y fu­siones nunca hasta ahora perseguidas? Pues la novela, en­tonces, no va a ser menos. La novela empieza a perder su carácter de género, con sus perfiles, sus condicionamien­tos. Empieza a ser un hecho nada más. Y que cada cual aliña a su gusto. Y, por consiguiente, si la morfología de la novela no tiene que ajustarse a ningún esquema y si su es­tructura puede ser distinta del todo en cada caso, ya no ca­be asignarle una función, ni un cometido. Un novelista tiene ya, por lo visto, derecho a decir como el pintor al que se le pide que explique su cuadro: La explicación es libre.

Por supuesto, muchos relatos de apariencia infinita­mente aperturistas y que luego, bien analizados, resultan recintos techados y cerrados a cal y canto, reniegan de los valores. Hace tiempo que muchos novelistas marginaron los valores morales. Ya se abomina por algunos también de los mismos valores literarios. Uscatescu ha denunciado el fenómeno recientemente. Ha dicho: «También en la novela el criterio de verdad ha sido sustituido por el crite­rio de validez». (Qué curioso.) En el léxico al uso se ha impuesto el «¡vale!». «Vale», como pretendido sinónimo del «sí», del «bien», del «bueno», del «de acuerdo» y... del «hoy es viernes». Ambigua palabra de mil empleos y abusos. En el fondo, decir «vale» es esquivar el auténtico juicio de valor. No compromete el «vale», como compro­meten el «sí» y el «no». Implica el «vale» un asenso tolerante, pero no una aceptación manifiesta. Ya se sabe que hay cosas válidas que, sin embargo, no son verdaderas. Es muy propio del pragmatismo en boga, dar licencia de cir­culación, a conceptos, ideas, doctrinas y conductas que «no queremos saber» si son razonables. Basta con que sir­van, con que sean útiles, con que valgan. Siempre una opinión aspiró a que se la aprobase y se la calificase de ver­dadera. Pero si usted, ante un concurso de gentes, sale hoy diciendo que la noche empieza a parecerle blanca, no fal­tará quien le anime diciéndole: Vale. Pero, ¿es que puede valer para algo la opinión de que la noche se pone blanca? Para los efectos de la nueva estética, de la nueva cultura, del nuevo arte e incluso de la nueva moral, está com­probado que opiniones así suelen tener mucho éxito. Y todo lo que tiene éxito vale anunque sea falso. La validez es una cosa y el valor otra.

Repitámoslo. Ha llovido mucho en la novela desde Stendhal acá, incluso desde el día de «Ulises» (16 de junio de 1904) acá. Quizá nadie debe negar a Joyce su genialidad innovadora. Pero no hay que ampararse en Joyce —ni si­quiera en García Márquez por otra parte— cuando alguien se decide por la estupidez innovadora. Que haya habido reformadores espléndidos no exime de pecado a los informadores majaderos. En el caso de la novela, además, ¿puede haber razón suficiente para desterrar irremisi­blemente de la novela a los valores? Tan en el reino de la «praxis» nos hemos metido que ya hablar de la ética, del estilo e incluso del argumento de una novela va a resultar pa­ra algunos una antigualla. Porque si una piedra es un hecho que no tiene moralidad, estilo o argumento, ¿por qué van a tener esas cosas las novelas que también son hechos?

Todo esto puede sumir al lector —ya que no al nove­lista— en un desconcierto. Porque siempre se supo a lo que se iba cuando uno se ponía a leer una novela. Ahora es imprevisible. Compadezco a los profesores de literatura de mañana o de pasado mañana, para cuando tengan que dar a sus alumnos un concepto del género novela. Menos mal que, a pesar de todo, todavía, a veces, quedan ideas claras. Por ejemplo, hace unos días Miguel Delibes, en una con­ferencia, si bien no ha dicho lo que es una novela, si ha de­clarado para lo que está. Está «para descubrir lo que hay de cierto y de postizo en el hombre». Bonita, luminosa, admirable opinión la de Miguel Delibes. Y valiente porque a él —a Miguel Delibes— también le van a poner el sam­benito y de su obra van a abominar porque tiene en cuenta precisamente a los «valores». En el hombre hay cosas cier­tas y cosas postizas y la novela puede oficiar de detective hasta cierto punto. Esto piensa el novelista vallisoletano. Esta opinión no se la van a perdonar los profesionales y los comisionistas del barullo que en todas las artes y en to­das las disciplinas de nuestro mundo, más civilizado que culto, abundan más o menos.