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Desconsuela el tiempo. Desconsuela porque es una recta inexorable cuyo trazado avanza sin pausa hacia un fin que desconocemos. Pero consuela el almanaque. Gracias a él medimos, racionalizamos, la enorme potencia inacabable de Cronos... Cuando nadie había pensado todavía en la ecuación espacio-tiempo, Descartes, en su discurrir «more geométrico», opinaba: «El tiempo es la extensión del espíritu». Pero el hecho es que, para medir esta «extensión», el hombre no ha recurrido a ningún artificio. El almanaque no es un producto sintético. Es, más bien, algo natural, naturalísimo. La Tierra da vueltas alrededor del Sol y rota en torno a su eje. Luego, el almanaque anota vueltas y rotaciones, años y días. Es el contable de la «música de las esferas». Pero de un realismo tal que excluye, en su exactitud, cualquier inteferencia puramente subjetiva. Una cosa es la «música de las esferas» y otra la «música celestial».
Así es que tenemos el almanaque porque «está ahí» el año. Medimos el tiempo con la unidad año. Y eso es lo qu consuela. Porque, así, en cierto modo, hacemos al tiempo reversible. Así se le obliga a pasar por caminos trillados, por estaciones conocidas. El año «caza» la trayectoria inapelable del tiempo forzándola a curvarse en espiral, le tiende una trampa, hace de ella un ciclo, un círculo; la encadena. No hay, por tanto, una sucesión de las horas, sino un molino de las horas.
Nuestro planeta da vueltas alrededor del Sol. Es una providencia. ¿Qué pasaría si no? Este girar preserva a la Tierra del caos. Y a nosotros nos libra del tiempo implacablemente nuevo. O repetirse, o morir.
El Tiempo nos espolea: ¡Aprisa! ¡Vamos! El Tiempo tira de nosotros hacia adelante. Quisiera conducir a nuestras ansias hasta hacerlas sucumbir —auriga feroz—, exhaustas y sedientas entre la arena. Pero llevamos nuestra alforja cargada de minutos muertos a la espalda. De vez en cuando nos ponemos a descansar al borde del tiempo y demandamos de la alforja el pan de los recuerdos.
Para eso hay cincuenta y dos domingos en el año. Cincuenta y dos apeaderos de nuestro quehacer. Cincuenta y dos mirillas a nuestro paisaje espiritual, es decir, cincuenta y dos aperturas al pasado, a la pura intimidad. Es lo razonable. ¿No habéis observado que el domingo vuelve siempre la cabeza?
A todas las fiestas les pasa eso: Son respiraderos que ventilan el aire demasiado cargado de actualidad. El almanaque es una fachada de días grises, funcionales. Pero, de trecho en trecho, en la fachada brilla una ventana iluminada, una fecha festiva.
Y, en todo caso, el almanaque coloniza al tiempo. NO hay día sin numerar, sin santo y seña. ¿Qué hubiera sido de la Historia sin el almanaque?
Gracias al almanaque —gráfica del año— nuestro internamiento a través del tiempo que nos guarda deja de ser enteramente doloroso y confuso. Pero él es, un poco, «el plano del año que viene». Nos ordena el callejero. Cualquier acontecimiento que nos asalte será en paraje conocido. Aun lo más incierto de nuestro porvenir —la muerte— será un día cuyo nombre hemos repetido muchas veces.
Ignoto porvenir. No obstante, el almanaque nos trae el anuncio de mil seguridades. Habrá champán en Año Nuevo, juguetes y regalos el día de Reyes, nieve en enero, rosas en abril, piedad en Semana Santa, sudor de logros en agosto, atardeceres de dulcedumbre vendimial en septiembre... Todo es incierto, pero las estaciones y las tradiciones se repetirán. Bogaremos en precario, pero no faltarán islotes de tierra firme en rededor. No seremos extranjeros. La naturaleza nos hablará con la caricia de sus paisajes vernáculos; la Naturaleza, al menos no inventará nada nuevo. (Hará una copia más del modelo; es su limitación gloriosa). Y las fiestas nos brindarán su cabaña. Y no todo va a ser un vivaquear a la intemperie.
Sin el almanaque, la soledad del hombre en el Tiempo se haría insoportable. El hombre, criatura puesta en el trance de hacerse a cada instante bajo el látigo del Tiempo, criatura cuya esencia ha de trabajarse a sí misma cada día, cuya sensación radical es la de advertirse incompleto, necesita en su orfandad verse rodeado de elementos seguridades, urge de algo que permanezca mientras él agoniza, mientras él lucha... Sin Fe en Dios, el naufragio del hombre es inevitable. Y también la Fe se sirve, para lanzar sus señales luminosas, de los faros del ciclo litúrgico. La Gracia, también tiene su almanaque.
Y de la Gracia pasamos a la Tentación. Porque, eso es: el Tiempo tiene el carácter de una Tentación...
El crea un «ahora» distinto en cada momento para, al momento siguiente arrojarlo a la fosa común del «antes». Cada actualidad está condenada a ser historia; cada «ya» nace destinado al «fue»; cada presente vivo morirá. Lo nuevo es pura ironía.
Contra la tentación del Tiempo, la esperanza de la Eternidad. La Eternidad es la vida asumida en totalidad, sin fronteras. Es la anulación del antes y del después. Es la revocación del Tiempo. Eternidad: vindicación.
El almanaque, recuerdo de que nada definitivamente pasa, porque todo retorna en la festival conmemoración, e un símbolo de la Eternidad. Es un exorcismo, un anatema contra el Tiempo.
Del tiempo radicalmente nuevo, del tiempo sin freno y marcha atrás del tiempo sin tradición, del tiempo sin almanaque, ¡líbranos, Señor!
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