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Es precisa la reconciliación. Pero corremos el peligro de hacer de la reconciliación un tópico; de dejarla en palabra. Y es que, generosamente, sentimos una especie de entusiasmo más bien retórico —hacia un perdón universal, hacia la idea noblemente ambiciosa de un desarme unánime de los espíritus. Pero esto es como querer que de la noche a la mañana cesen los nublados y las tormentas en todas partes. Es desde luego más viable y más eficaz que cada uno comience no con «la» reconciliación —sublime tema— sino con «una» reconciliación al alcance de su mano. ¿No empiezan las enfermedades a nivel celular? También la salud. Si todos queremos que por lo menos amengüen estas salvajadas que cada mañana nos trae el periódico o nos sirve la televisión al tiempo de la sopa —ejecuciones en masa, actos de terrorismo, secuestros, asaltos, guerras—, de nada va a servir, probablemente, una «condena» a nivel de opinión prudentísima y equilibrada. Menos aún va a servir una condena con veneno dentro, de esas que pretenden acabar con un conflicto promoviendo un conflicto nuevo y se ponen agresivas para evitar la agresión. De otra parte, propugnar reconciliaciones de alto voltaje sentado en mi mesa de despacho me es comodísimo, además de ser virtuosísimo. ¿Qué trabajo me puede costar decir que sería preferible perdonar a esos «golpistas» o a esos «revolucionarios» que en Abisinia y en el espacio de una noche (pongo por ejemplo) han llevado a efecto, sin trámite judicial alguno, sesenta y tantas ejecuciones de dirigentes políticos? Ya se sabe (y no sé por qué se sabe) que el asesinato de un político empieza a ser un asesinato venial (y no sabe uno por qué venial) en la época de la apoteosis de los derechos humanos; y por eso, no hay filantropía y humanismo más fácil que el de exhortar perdones, reconciliaciones, comprensiones, tolerancias y sonrisas pensando en fricciones o enfrentamientos que me son lejanos, que no afectan —por lo menos, de momento— a la integridad personal propia, a mi fama, a mi hogar, a mis trabajos, a mi familia, a mi dinero o a mi hacienda.
Creo que erramos la metodología hacia la paz, la reconciliación y el amor, empleándonos en altas —o más bien inaccesibles— empresas lejanas, abstractas o utópicas. Si yo comenzase no con la Paz, sino con mi paz, y no con el Amor, sino con mi amor, y no con el Perdón, sino perdonando a este prójimo que tengo al ladito en lugar de al distanciadísimo prójimo que no conozco..., entonces, en el limitado círculo en que yo vivo se notaría el esfuerzo. Está claro que la vida social está constituida por una serie de circunferencias secantes y tangentes y no por un conjunto de círculos concéntricos. Teniendo esto en cuenta, lo mejor es que cada uno principie pacificando su área y así alguna vez lograremos entedernos. Pero la gente —y todos somos gentes— queremos poner el carro delante de los bueyes y casi creemos que la maldad o el egoísmo o la crueldad personales van a terminar cuando cesen las ambiciones y las guerras universales, más bien anónimas y despersonalizadas. No es eso. O el cáncer se ataja desde el inicio evitando la proliferación de células enfermas o no hay nada que hacer. La violencia empieza en el fondo del alma de cada hombre. Pero se origina de una forma que parece, seguramente, inofensiva. La guerra la declaramos todos al menor descuido con gestos, actitudes y palabras que engendran odios y sentimientos a los que apenas concedemos importancia por considerarlos minúsculos.
Don Manuel puede empezar cada mañana «poniéndose nervioso», nada más después de haber tomado el desayuno, ante el desplante inoportuno del adolescente barbudo que le ha tocado en lote. Y Jorgito —que es mi joven amigo—, ¿no empieza también la guerra cada jornada con un «¡no lo aguanto!» proferido ante un señor mayor cuyo defecto alguna vez no es otro que el de que le gusta Cam-poamor, o que se pone un poco enfático cuando va a pronunciar ante una concurrencia «unas breves y agradecidas palabras», o que perteneció al partido de don Melquíades Alvarez? También está Andrea, que empieza todos los días su guerra particular contra Elisa, a lo mejor nada más a causa del peinado, del vestido o de la sonrisa suficiente de Elisa. También está don Pablo, que es rico, y como habla con cara de rico, no hay quien se resigne a perdonárselo. También está Fulánez, que es un pedante de tomo y lomo. Y Mengánez, que es tránsfuga y un veleta. También Leonardo, que es un «intelectual» y se escucha. Y Telesforo, que es un ignorante y quiere que le escuchen. Y, ¿cómo va usted a perdonar a Leandrito, que le hace la competencia —usted dice que «arteramente» y él que «lealmente»— en su profesión? Y, ¿cómo voy a reconciliarme yo con ese cargante de Marcelino que anda por ahí, el muy tuno, disfrazando con elogios su desdén a mi labor al frente del departamento «equis» de la empresa «efe»? Y en cualquier caso, Renato no olvida que usted es liberal y usted no excusa que Renato sea un «ultra». Tampoco es paja que Luis sea catalán y Manolo, de Valladolid. O que Gregorio sea partidario del Real Madrid y don Antonio, del Atlético. Siempre hay motivos para declarar imbécil y contrario a alguien, si uno se empeña. No hay hombre que no tenga un fallo por donde agarrarle. Y cuando no lo tiene, se lo inventamos. Y si somos incapaces de inventárselo, le llamamos «hipócrita» y va que arde.
¿Por qué nos levantamos cada día que Dios nos concede con el deseo secreto de una pequeña batalla, aunque sea de una escaramuza, contra el prójimo, contra ese individuo que nos estomaga no por otra cosa sino porque lo tenemos delante, o porque no nos gusta la manera con que dice «buenos días», o cómo masca los alimentos, o cómo mira, o cómo anda, o cómo se ríe? ¿Por qué no somos capaces de «perdonar» una opinión que no va con la nuestra, o de tolerar un gesto que no va con nuestro estilo, o una manera de hablar que nos hiere el tímpano? ¿Por qué Catalina no prueba a ser simpática con la «antipatiquísima» Adela y por qué don Máximo y don Mínimo no se ponen a jugar al ajedrez pacíficamente cuando empiezan a erizárseles las crestas ideológicas? Estamos a tiempo. Reconciliación no es palabra alta con pilares y cúpula. No es palabra para discursear y no comprometer. Estamos a tiempo. Reconciliación se escribe con minúscula.
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