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¿Qué será de la Semana Santa en el año dos mil? Pero, ¿habrá Cristo en el año dos mil? La pregunta cunde entre los... «optimistas». El ateísmo es un «optimismo» del hombre erigido como bandera. Antes, las banderas han significado una apelación superior: Dios, la patria, el honor y el rey. Banderas que se arrían. Ahora la cuestión es otra. Ponemos una escalinata, y un parterre, y una verja a nuestra estatua, es decir, a nuestra «dignidad de hombres», y pare usted de contar. Así es que, en grandes sectores, el Madero de la Cruz fastidia. Empezó a producir náuseas —quizá más provocadas que sinceras— a Federico Nietzsche. Y sus seguidores se inyectan entusiasmo «heroico», se drogan contra Cristo. O —peor aún— elaboran un cristo de psicodelia y de ballet. ¿Somos testigos de los efectos de un nuevo opio de la Humanidad? El progreso y sus técnicas. El progreso y sus paraísos más o menos artificiales. Los astronautas que surcan el espacio. (En la tumba del primer astronauta —Gagarin— no hay cruz. ¿No hay cada vez más tumbas sin cruces?) Hace años, Sartre estrena «El diablo y el buen Dios». Sartre es un «liberador». No hay diablo. No hay buen Dios. El hombre está en el centro. El hombre es una «libertad radical».
Los hombres ingieren dosis y dosis de humanismo a ultranza. Por eso están quienes dudan de la existencia de la Semana Santa en el año dos mil. ¿Cuál es la respuesta cristiana? Y, ¿quién ataca la cuestión en sus raíces?
Que la modernidad humanística aporta, de rechazo, valores extrínsecos al mismo cristianismo es argumento verdadero esgrimido hasta el tópico. Pero no basta. Quien tiene atribuciones para hacerlo —Su Santidad Pablo VI— ha denunciado peligros evidentes. Uno de ellos el de llegar a mimetizar —que no ya a adaptar simplemente— el credo religioso. Otro, la tentación del inhibir, siquiera sea momentáneamente, los valores sacros cuando se desorbita la atención hacia los puros «valores humanos». ¿Pueden salvar al cristianismo los apellidos de urgencia? Además del cristianismo conservador y del cristianismo sociológico, están los «dogmas» cristianos. Nada menos. ¿Los arrinconamos de momento en espera de tiempos más propicios? ¿Los sometemos a revisión? Los optimistas del ateísmo están ahí con sus vaticinios y, entonces, hay cristianos perplejos que vacilan. No es que abdiquen; pero dudan entre una nueva vida para la fe, o una nueva fe para la vida. ¿Confunden? ¿Exageran en su loable afán de puesta al día? Piensan si la innovación, además de afectar a las ra-mas, ha de calar los entronques definitorios.
Pero un cristianismo auténtico —se llame de la derecha o de la izquierda— sabe que la Humanidad está complicada con Cristo, implicada en Cristo, y que, por tanto, sin El —sin El expresamente— las arquitecturas humanísticas son juegos de naipes. La religión, ligera de equipaje, más atenta a lo casero que a lo sobrenatural, ¿no perecería en la arena? Las virtudes cristianas sin Cristo duran lo que una flor arrancada; son fiducias sin crédito, papel falso. El cristianismo es algo más que un código moral o que un ensayo sociológico. Es una concepción del mundo que pone a lo teologal como fundamento. Desengancharse de Dios supone la vía muerta. De otra parte, un auténtico cristiano sabe que la grandeza de Dios es reconocible siempre, aun a través de los adornos —o de los andrajos— que la filosofía, o la piedad o los usos antiguos hayan podido colgarle. Por eso, no siente la tentación de repintar a Dios; duda mucho antes de disponer para Dios nuevos aderezos conformes a la filosofía o los usos actuales. ¿No resultarán tales exornos tan extraños —tan extraños por lo menos— como los que se intenta eliminar? Dios está patente en Cristo y en el Evangelio. Reinventarlo es absurdo. Cabe a un ateo decir a Cristo: No creo en ti, no me importas. Pero a un cristiano no está permitida la pedantería de ponerle «enmiendas», como si Dios fuese un «proyecto de ley».
Semana Santa. Inexorabilidad de Cristo. No es posible en estos días esquivarlo, marginarlo. Se ofrece en primer plano. ¿Como un paisaje para la contemplación? No; más bien como un argumento apoteósicamente vital, argumento que invita al hombre a no quedarse en hombre. Porque sus palabras y no las nuestras son el aval de nuestra dignidad: «Quien bebiere del agua que yo le daré no morirá jamás».
Sus palabras. Y el drama de su ofrenda suprema enfrentado al hombre de la calle, al de las esquinas y plazas. El Crucificado, fuera de la penumbra de los templos, al sol de la primavera, recibiendo el perfume y la plegaria. No estampa, sino revulsivo. No fiesta, sino fervor —fervor de barro si se quiere, pero fervor vivo de un pueblo con sensibilidad—; no recuerdo, sino plástica actualización del supremo Misterio. En todo caso, la Semana Santa, en sus manifestaciones litúrgicas y en sus procesiones, impele a la definitiva opción. ¿Nos drogamos contra Cristo? O, ¿fermentamos, por el contrario, con su levadura nuestro pan?
He ahí a Jesús humillado, a Jesús cargado con la cruz, a Jesús caído, a Jesús crucificado, a Jesús yacente. He ahí su mirada —fulgor de luceros turbios— al encuentro de la nuestra. Y sus palabras: «Aquel que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».
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