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LA LLUVIA, SUS MEMORIAS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 20 de marzo de 1968

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Esta luz de la tarde lluviosa no tiene deseos: hay en ella como una resignación de no ser sol. Entonces, ¿la lluvia es tristeza? Pero hay antes que saber qué es la tristeza...
Los poetas, mejor que nadie, han analizado su espectro. Están la negra tristeza, la tristeza gris —color de hastío— y ya casi desligados de dolor y pena que amordazan, esos sentimientos que se acercan a los polos de la estricta belleza. Por ejemplo, la melancolía, la nostalgia, pueden constituir un placer para el espíritu.

Música romántica esta vez. ¿Liszt? ¿Schumann? El pasado gotea sobre la hierba porque —ello parece seguro— la lluvia nos trae siempre una ráfaga de tiempo ido. Nos lo vuelve a acercar todo: las interminables sesiones de la es-cuela, el primer juguete, la primera pereza, la ilusión inaugural y... el primer paraguas. Y como la lluvia siempre llora lo mismo, como no es progresista, no hay miedo de que nos traiga evolucionados los perfumes aquellos. ¡Ay, la estética del pasado! ¿Qué hacemos con el pasado? No; no podemos nutrirnos de él porque la historia es irreversi-ble. Pero cabe restregar en su paisaje la mirada apresura-da. El pasado como sedante: ya basta. (Yo tenía la preo-cupación de mis exámenes. Sonaban unas campanadas náufragas en el ocaso cárdeno. Era una tarde de inicios de primavera con rosas, sol y tormenta. Yo, junto a una ventana, descifraba, sin alientos, el «Quosque tandem...» ¡Quién se acordaría de esas deliciosas naderías si no fuese por esta caricia de la lluvia gris!)

Pero de ordinario no vemos de la lluvia sino sus as-pectos molestos. Miopes para su belleza, la sensación primaria que de ella nos llega —es un obstáculo para nuestro caminar o impide la diversión— nos tapa su ser entrañable. Que la lluvia es triste, parece cierto. Pero por ser la suya una tristeza impersonal, objetivizada, nos alcanza su lirismo al constituirnos precisamente en sus espectadores. Cuando la tristeza está dentro, cuando se interioriza, apenas podemos ser juez y parte, y solamente advertimos su accidente: el dolor. Pero la tristeza es algo más que su ves-tido. Así, contemplada «desinteresadamente» se hace ima-gen, desnuda imagen, en la tarde lluviosa. Y nos empapa su música sin letra, su música que busca —y encuentra— en cada espíritu ecos conmovidos. (Claro que sí, lluvia. Te acuerdas de cuando yo era alumno en la clase preparatoria de ingreso en el Instituto. Te acuerdas del sombrero fle-xible de mi padre; del vestido amarillo, con el talle bajo de los años veinte, de mi hermana. Te acuerdas de los auriculares de los primeros aparatos de radio; de don Andrés, aquel concejal derechista que asesinaron los «rojos»; de Pepón, aquel «rojo» que fusilaron terminada la guerra. Hasta de Dolorcicas, aquella vieja rezadora, te acuerdas. Hasta de don Fernando, aquel cura...)
Dios dice mejor su silencio en la tarde doliente. Apaga lo que estride, todo cuanto clama, cuanto exhala urgencias. ¿Dios es alegre? ¿Cómo es la alegría de Dios? Acá tenemos unos goces de cerámica basta. Acá nos sale obtu-sa la alegría. Nuestros placeres, nuestras dichas, ¿no parecerán a Dios simples groserías? La alegría esencial debe de ser de otra manera. Nos acostumbramos a pensar por analogías: a creer que la bondad y la alegría y el poder de Dios se asemejan a todo lo nuestro. Pero los atributos divinos tienen, de seguro, matices que desconocemos, calidades que no sabemos interpretar o que equivocamos. ¿Quién sabe? ¿Quién ha dicho que «Dios está azul»? El azul es la lejanía de la nada. Quizá, más bien, en la perfección del Señor hay reflejos de lluvia. También acá, en nuestros momentos mejores, nos está dado el sentimiento de una tristeza sin forma, hecha de todos los efluvios antiguos: decantada tristeza para descansar en el regazo de mil memorias desleídas; tristeza, en fin, que ha disuelto los dolores. Cambiamos, entonces, la calderilla vil de esperanzas menudas por el as único y limpio de la Esperanza. Pues bien, ¿no tendrá, asimismo, la Belleza de Dios vetas de manumitida tristeza fervorosa? ¿No habrá en su respec-tiva radiante un temblor de lágrimas asuntas? (Por cierto, lluvia, ¿lo recuerdas? Dios se me perdía —yo creía que se me perdía— en el laberinto de mis cadetes razonamientos pedantes, adolescentes. Pero Dios se reía de mi ingenuidad de librepensador sin barbas. ¿Ironizaba sobre los nimbos unánimes de aquel otro mediodía borrascoso? Dios se me ocultaba y yo —tonto— especulaba sobre la posibilidad de no volver a encontrarlo nunca. Divertido. ¿Te acuerdas, lluvia, de mis dudas primeras?)

La primavera se insinúa en los verdes intensos del campo. Pero la primavera es hechura de la lluvia. Existe un pacto de primavera y lluvia. Naturalmente el sol es la «vedette», el triunfalista. Pero, ¿qué importa? La lluvia acudió a la cita. Pronto, ya mismo, los poetas van a repetir aquello de «la primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido». ¿Cómo no va a saberse? He aquí la trémula, «triste», lluvia que lo sabe. Fina lluvia en los surcos, en el pavimento luciente de la ciudad, en las lunas de los escaparates, en los faros de los coches, en las marquesinas de los bares, en el barro aldeano, en las torres novias del viento, en las llantas de los carros chirriantes de los pueblos...