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EN SU CRUZ, IZADO

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 11, núm. 106, enero/febrero de 1960

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La Historia, ¿es un cúmulo de sucesos fragmentarios que luego los eruditos los arqueólogos y los filósofos han coleccionado y restaurado arquitectónicamente, dando categoría de continuidad, calidad de friso, al heterogéneo material histórico? Bueno; pero hay muchas historias... O la Historia tiene tantas y tan distintas fachadas que es difícil reconocer a través de ellas al mismo y único edificio. Pasa como con algunas catedrales. Son barrocas, románicas o renacentistas según se las mire por Levante, Poniente o Mediodía. Hay que reconocer que la Historia tiene su plano de alzada y su proyecto. Dios lo sabe. Pero, de pronto nos ponemos a mirarla y cien fenómenos adosados, superpuestos, empotrados los unos en los otros, nos tapan la captación de su genuina figura: de sus «noumenos», diremos ya que a fenómenos hemos aludido.


Ahora, en este momento —puede que estelar— de la humanidad, la Historia muestra una fisonomía extraña. Siempre los historiadores han buscado y hallado, para la historia, un estilo predominante; los grandes movimientos culturales o, simplemente, políticos, se esforzaron por encontrarle una clave, según sus particulares aficiones o preferencias. Formularon sus sistemas de ecuaciones —distintas en cada caso y nunca exactas porque la Cultura no es una parte de la Matemática sino la Matemática un capítulo de la Cultura— formularon los Movimientos históricos sus sistemas de ecuaciones, decimos, para descifrar una incógnita que, a la postre, resultaba esquiva. Pero, al menos, el esfuerzo por despejar la incognoscible equis última, o si se quiere, el afán por determinar el auténtico centro de gravedad de la historia, no parecía del todo estéril. ¿Pasa lo mismo ahora?


Ahora, en verdad, un desorden nuevo —siempre ha habido órdenes nuevos, pero parece que jamás desórdenes nuevos— ha desmantelado todos los sistemas conocidos, todos los estilos de enjuiciar a la historia habidos y por haber. Y por supuesto, sus mismas fachadas distintas u opuestas, sufren el moho de una humedad corrosiva. Diríase que la Historia se desfleca, deshilachada y borrosa, como un viejo estandarte milenario que arrancásemos de su vitrina para encararlo con la tempestad... Y ha pasado esto: experimentamos la sensación del cazador que, de súbito, temiese la rebelión del lebrel. La Civilización fue, en síntesis, un proceso mediante el cual el hombre se enfrentó con las cosas (con menaje de ciencia, filosofía, literatura o arte) o con los hombres mismos (mediante política, guerra y paz). La Civilización salía todos los días de caza para cobrar piezas nuevas. Había caza mayor o caza menor. O caza selvática. En todos los tiempos, sin embargo, el cazador era consciente de la utilidad de su menaje —trailla, armas—. Es hoy cuando sospecha la Civilización que su equipo le traiciona. Ante este acontecimiento insólito el cazador —el hombre— se siente solo, angustiado... Y renuncia a defenderse... Antes con la Historia nos defendíamos o con la Historia atacábamos. Ahora, ¿no nos disponemos a cerrarla? La Historia tenía mil fachadas, esto es, mil soluciones. Alguna tenía que ser la verdadera; pero ya...


Sí; a lo mejor ahora estamos cerrando la Historia. Ni el Mundo ni la Historia tienen sentido —se piensa desesperadamente—. «No tenemos solución» es la frase vulgar que traduce, al romance, la angustia existencialista. ¿Se nos ha ahondado en un pozo insondable la equis insobornable —la verdad última— y resultan ridículos todos los sistemas que le lancemos para prenderla, para engancharla? La Cultura, ¡tremendo alguacil alguacilado! La Historia: ¡difícil encerado de fórmulas muertas que un manotazo —no se sabe de qué ni de quién— va a borrar enseguida?


* * *


Todo esto no lo sabe la Primavera, ¡qué va a saberlo! La Primavera de 1960 y la de 1970, seguirán el mismo curso que la Primavera de seis mil años atrás. ¿Quién va a hablarle a la Primavera de Historia? ¡Qué no le vengan con historias...! «El cuco llegará al bosque en abril —cantaba el A B C de primero de este año— y el lagarto saldrá al sol en agosto. Frente a esta inmutabilidad, el pobre hombre levanta y destruye...»


No; la Primavera no sabe... ¿Y Dios?


Mirad. Él está fijo en su atalaya de Amor. El Amor no cambia. El Amor es igual siempre. El Amor no cree nada de lo que creen los hombres que no creen en el Amor...


En la Semana Santa, va a pasar Dios. Dios quieto y silencioso, cerca de nosotros. Su imagen va a ponerse cerca, cerquísima, al nivel de nuestro balcón. Dios en silencio... ¿No habéis oído hablar nunca del silencio de Dios?


Es eso: su quietud crucificada, sus pies que parecen haber perdido la andadura. Dios sumiso en inercia de Amor. Dios inalcanzable a los dardos de la impiedad, del descreimiento, del odio... Dios indiferente, entregado como ofrenda. Dios que no cree en la definitiva maldad de los hombres y por eso... está ahí desconfiando de la Mentira; de esa Mentira universal que anda disfrazándose de palabras carnavaleras.


Dios, sí, tranquilo y callado entre la vociferación de estas bacanales nuestras. Dios como no enterándose... irradiando una paz. Dios sereno, abriéndose paso entre nuestras pasiones, poniendo un hielo en estas ampollas de lujuria que los hombres —crédulos— han exaltado en prosa y verso. Dios como no sabiendo... Sabiendo Dios que de la herida de su costado brota un hálito de Gracia. Dios abrazando de Vida el mundo con sus brazos muertos. Dios siempre el último, aguardando. Dios paradójico. Dios exánime «dando el ser a todas las cosas».


Su figura a la altura de nuestro balcón. Sus llagas sellando de Eternidad al mundo, dando sentido a la Historia. Cristo en silencio, perfumando de esencias la existencia. Sus clavos, ¿no tienen calidad de clave?


He aquí que el estandarte viejo, deshilachado, de la Historia, puede resistir aún todas las tormentas. Los hombres pretenden que no; los hombres desconfían del sentido oculto de la Historia... Pero Él —Cristo— pasará un día de esta Primavera, en su Cruz izado. Él, sereno y silencioso, con la solución de la verdad en su corazón. Esa verdad antigua que los hombres creyeron inaccesible o desahuciada.