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SEMANA SANTA

Juan Pasquau Guerrero

en Gavellar. Año 1, nº 4. Marzo de 1974. Carta de Úbeda

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(Ver original en la revista)


Al terminar el día, cuando me voy a la cama, oigo el ensayo de los romanos de la Humildad, o a los trompeteros de Jesús. Durante toda la Cuaresma, de ocho a diez de la noche, el recinto —a esas horas silencioso— de Úbeda se rodea de un de un cinturón de trompeteos. Y lo sabéis quienes sentís a Úbeda sin sofisticaciones, lo sabéis: eso conforta, eso nos hace viajar por nuestros recuerdos. Eso nos devuelve a cada uno al niño perdido y encontrado en Semana Santa. Entiendo que hay miles de personas en nuestro pueblo —digo personas, es decir, hombres y mujeres en comunicación consigo mismos— que están perfectamente de acuerdo en esto: la Semana Santa ha constituido y constituye la primera lección de piedad, de belleza, de emoción, que introduce en un área de misterio a esos innumerables niños ubetenses que ven el principio de cada desfile procesional detrás del estandarte o del pendón. Los veis serios —casi tremendamente serios— y unánimes en un sentimiento incoado de lo trascendente. Son momentos los de la procesión en cierto modo «constitucionales», imprimen carácter, por así decirlo, en el alma de esos chiquillos. Y luego, pasarán cinco, diez, quince, años y esos niños serán hombres entonces arreciarán los vientos y amenazarán las borrascas; pero yo lo he experimentado, yo lo digo con absoluto convencimiento: el recuerdo de la procesión será, entonces, como un conjuro contra la tempestad. Y se afianzarán fervores zozobrantes. Y no prestando oídos a esas voces torpes que intentan en vano convencer de que la procesión es folklore o piedad de pacotilla sin almendra dentro, el hombre que empezó de «penitentillo» detrás del estandarte, robustecerá sus mejores vivencias y sabrá que la túnica que cubre su cuerpo el Jueves o el Viernes Santo es precisamente, la mortaja que le acompañará en la sepultura. Y ante esta consideración, el penitente tiene que indignarse un tanto contra el coro de los frívolos que sospechan —y luego lo proclaman— que las procesiones de Semana Santa son algo así como una mascarada.

El mundo no empezó ayer. El mundo es antiguo, y los siglos que se fueron nos han dejado su modo y su estilo en las tradiciones. Y como no hemos inventado nosotros al mundo, ni somos quien para guisar las creencias de veinte siglos con una salsa nueva; como el niño que hizo germinar en nosotros al hombre que somos, ayudó los primeros brotes de su fe y de su amor, con las celebraciones de Semana Santa... pues ahora, al advertirse en posesión de un tesoro de preciosas memorias, acierta a convertir en proyecto de vida cristiana esa vaharada de sensaciones y de sentimiento que le trae cada año, a los hombros del tiempo, la procesión. La procesión cargada, gloriosamente cargada, de voces y de ecos; con la luz renovada de todos los Viernes Santos que se fueron; con el color anticipado de todos los Viernes Santos que vendrán.

Hay gentes que hablan de una nueva «mentalización». Es una palabra que a mí me suena mal y con la que algunos intentan cosas estupendas; por ejemplo, renovar y poner al día nuestras convicciones y nuestra fe. Pero hay otros que, con pretexto de «mentalizarnos» lo que quisieran es lavarnos el cerebro. Y naturalmente a esos «mentalizadores» —que no quieren renovarnos la fe, sino cambiarla de abajo arriba, cosa muy diferente—, a esos mentalizadores, repito, hay que decir «¡NO!», con toda el alma. (Y el desmentalizador que los desmentalice buen desmentalizador será.)

Otra palabra que me gusta más: sensibilización. Hay que sensibilizar a las gentes para lo sagrado. Y puesto que la religión no es frío raciocinio; como es cierto que el hombre que cree cree con todo el hombre, es preciso, casi urgente, una pedagogía de la belleza como providencia que nos lleve a Dios. Yo hecho de menos la estética de las campanas, del incienso, del órgano en nuestros templos. Ninguna disposición de la Iglesia ha mandado sustituir la belleza del canto antiguo por esos «tururús» con «meneo» que ahora se cantan en algunas misas. Al contrario, Pablo VI hace tiempo que clama —¿en el desierto?— por devolver a la liturgia su prestancia y su belleza. Porque, precisamente, la necesaria renovación litúrgica que se está llevando a efecto, no cuajará si no sabemos acompañarla de ese «aire» de unción y sentido sacral que preconiza el Papa.

Creo vehementemente que las procesiones de Semana Santa tienen un efecto «sensibilizador» y que constituyen una especie de agente catalítico del fervor, para todos cuantos sabemos y queremos calar en su significado. Y que pueden seguir teniéndolo. Y que deben seguir teniéndolo. Para ello es obligado que las desproveamos de adherencias poco a tono con su entrañable índole, atacando también la «polilla» que pueda corroer su mejor madera. Pero ¡cuidado!; hay algo muy serio, muy hondo, muy medular en la Semana Santa y en sus procesiones. A cuantos, a pesar de su buena fe, no lo ven hay que enseñárselo. Y sacarles de su error. Úbeda es más Úbeda en Semana Santa.

Que todos, con nuestra fe operante, podamos demostrar que el Semanasantismo, que se nos inculcó desde niños, nos hace consecuentes. Y que aporta una vía más, un camino más, un medio más para el «compromiso» con nuestras creencias. Y que en Úbeda, «ciudad de Semana Santa», no hay trampa ni cartón. Y que lo que hay es... estilo.

(Ver original en la revista)