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La verdad, la amable y la otra, están siempre cerca de nosotros. Por eso, casi no se las encuentra. Porque los hombres tiene el prurito de la verdad difícil, encaramada en las cimas o aislada en el castillo roquero, orgulloso, del enigma; porque se cree que sin murallas arrogantes que la cerquen no es posible la belleza; porque para el acceso a cualquier conquista fragmentaria —en la filosofía, en el arte o en la técnica— la ciencia ha ofrecido siempre un laberinto de fórmulas, hipótesis, deducciones e inducciones; porque no se estima, en fin, cara la presa si no la persigue un vuelo ambicioso, hemos llegado a despreciar todas esas cosas cercanas y elementales, todas esas ideas claras y libres, todas esas aspiraciones sencillas e ingenuas puestas por Dios, a nuestro alcance, para constituir la modesta felicidad que al hombre está permitida en este mundo.
El hombre se ha alejado de lo natural, de lo humano, de lo simple. De su vida ha arrancado el hombre todo lo espontáneo para plantar en ella, forzosamente, todo lo artificioso. Ha querido, poco más o menos, que en su alma no haya fragancia humilde porque una vez, ¡ay!, se embriagó de unos quintaesenciados sintéticos perfumes de laboratorio... Ni mejorana, ni tomillo, ni cantaueso; nada de efluvios rústicos, penetrantes; el monte suspira ya —él de por sí, invariablemente, tan inhóspito, tan duro— por el evanescente aroma blando de las camelias del parterre. No hay solución: se arrancaron del campo las margaritas porque se quiere que todo el campo dé, nada más, claveles y rosas...
Da una sensación la Humanidad parecida a la que produciría un estudiante de matemáticas que enfrascado en diferenciales y cálculo integral, se hubiese olvidado de... sumar. Los hombres que ignoran el Padrenuestro suelen creerse capacitados para discutir las condiciones de los teólogos; escriben versos los mozalbetes que no aciertan a hilvanar una carta; empiezan por el surrealismo los aficionados al arte de pintar; dictaminan sobre la avería de la máquina quienes no supieron ajustar el tornillo.
Y ya, enamorados de lo extraño, de lo difícil, a quién le va a gustar, cada mañana, su pueblo, después de ver, cada noche, en el cine del pueblo, las calles de la capital. Y ya, ¡quién se va a entusiasmar con el paisaje de su comarca después de saborear los paisajes en tecnicolor! Hasta la misma novia, linda, del espectador se ha achatado tanto comparada con la «estrella»...
Sí, eso; las estrellas. La Civilización ha puesto en un primer plano las estrellas... tan lejanas. La Luna ya no representa nada; es un vulgar satélite. La plata de su luz hizo felices las noches románticas de nuestros abuelos. Pero ahora... Ahora los hombres han renunciado a la felicidad sencilla, vulgar. Y miran con telescopio a la felicidad imposible. Y sufren la ilusión óptica de que la felicidad se ha acercado. Pero la felicidad sigue titilando lejos, lejos...
Los hombres ya no gozan con lo humilde, con lo que se puede alcanzar con la mano. Ya la vida no está ambientada de pequeños encantos domésticos. La felicidad, era una dádiva y los hombres la han hecho una presa; hay que «cobrarla».
—Qué lástima —me decía el otro día un aficionado a la caza menor— que las palomas no sean como las liebres... Con lo exquisita que estaría la carne de paloma... si la paloma fuese una «pieza».
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