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Tendría yo entonces doce años. Allá por 1931, mi padre meses antes de morir —él todavía sano y yo todavía niño— me hablaba en la terraza de la casa, de las estrellas. ¿Qué eran los astros? ¿Cuánta era su distancia? ¿Había otros mundos habitados? En el silencio de la noche profunda, la palabra de mi padre adquiría acentos vehementes, casi entusiastas, al abordar estos temas. Abría en mi espíritu los primeros surcos para el pensamiento y las primeras inquietudes hacia el misterio. Mi padre era un hombre fuera de serie. De actividades bastantes dispersas, en todas ellas sobresalía, pero apenas era un «profesional» de nada. Dirigió en Úbeda un colegio de Bachillerato durante bastante tiempo, pero no había elegido ninguna carrera encaminada a la docencia. Fue en dos ocasiones alcalde de Úbeda, pero más bien abominaba de la «política» que se llevaba entonces. Tenía iniciadas tres clases de estudios: los de Derecho, los de Militar y los de Minas... Pero, según todos los síntomas, no sufría una disciplina continuada. Era —según lo recuerdo— un tanto barojiano. Pero en cristiano profundo. Estaba algo enfermo un día del Corpus. En su calidad de alcalde tenía que presidir la procesión. Se echaba la hora encima y «tirándose de la cama», a pesar de su fiebre, dijo a mi madre: “¡A la procesión del Corpus hay que ir, aunque sea a rastras!” Y... presidió la procesión del Corpus sin afeitarse. Nunca olvidaré las palabras suyas que acabo de transcribir. Aseguro que han sido parte muy influyente en mi formación religiosa. Pero la afición predilecta de mi padre, sobre todo en sus últimos años, era la técnica. Todas las tardes de domingo —en verano e invierno con el sombrero encasquetado, tanto dentro como fuera de casa— se encerraba en una habitación apartada. Allí sólo había enchufes, dinamos, carretes de Ruhmkoorff, espejos, barras de estaño, probetas, destornilladores, cables y juegos de poleas... Todo esto, ¿por qué? ¡Ah, pues no lo sé exactamente! Se divertía en «el cuarto de los cacharros», que decía mi madre. Eso es todo. Y se divertía en grande. De vez en cuando salía un humito por la puerta, en ocasiones se oía una pequeña explosión o se advertía un fogonazo súbito. No era mi padre un aprendiz de brujo, pero al anochecer salía feliz de su retiro, con la cara tiznada. Es cierto que mi padre hizo —me lo recordaba hace poco Sancho Adán— dos o tres inventos electrónicos. Pero no los patentó jamás...
Su deporte era subirse a los tejados cuando en Úbeda se instalaban las antenas para los primeros receptores de radio. Lo veo con su gabán, con su sombrero, con su cadena de reloj colgante de bolsillo a bolsillo, señalando a los instaladores el sitio preciso en que, según él, debía ponerse la antena. Por descontado, el primer receptor de Úbeda fue el de casa. Después de la cena, allí se reunía la tertulia: Don José Moreno Cortés, el párroco; don José García de Castro, el notario; don Guillermo Rojas, el médico y... el Maestro Arjonilla, un insigne hojalatero que vivía enfrente de nuestro domicilio. Todos se armaban de sus auriculares y adoptaban una expresión en la que se dibujaba una sonrisa Inefable: Se oía —aunque mal y anubarrada de ruidos— la música de un concierto en Toulouse...
Lo que más admiraba yo en él —en mi padre—, era su prodigiosa afición científica y técnica; yo que no sé clavar una punta en la pared. (Aunque también era muy amigo de las letras: a finales de los años veinte fue redactor-jefe de un periódico diario de Úbeda: «La Provincia») ¡Cuánto hubiese gozado en este tiempo, en nuestra «era atómica»! Claro que la presentía. Muchos logros que constituyen ya agua pasada, eran entonces nada más un vaticinio. Una de las noches en que, después dé cenar, me hablaba en la terraza de las estrellas y de los mundos lejanos, me dijo:
—Esto de la radiotelefonía sin hilos, algún día, ya no llamará la atención. Habrá otras cosas. Mira; tú, a lo mejor, vivirás aún cuando esté inventado un «sistema» que permita no solamente oír la música de Toulouse, sino además ver a los músicos que la interpretan en la sala de conciertos... También quizás tú existirás aún cuando vayan y vuelvan los primeros hombres a la Luna.
Yo me quedaba un poco turulato y volvía a mis «estampas de las banderas». (En las tabletas del chocolate «Amatller», bajo el «orillo» o papel reluciente que las. envolvía, venía una estampa, siempre, de regalo. Reproducía en vivos colores la enseña nacional de Austria, de Inglaterra, de Siam, de Italia, de Luxemburgo...)
Pienso, cuando me vienen a la memoria estas cosas, cuando recuerdo las palabras de mi padre, en la frase de Daniken. «Lo antes aparentemente imposible, se ha convertido en materia industrial».
Porque yo no sé de mi abuela, pero mi madre por lo menos, se reía un poco cuando mi padre anunciaba la televisión, en 1931, a veinte o veinticinco años vista. Entonces, ni siquiera estaba en uso la palabra: te-le-vi-sión. Ahora, hay en uso miles y millones de televisores. Y no pasarán muchos años en que les otorguen pensión por jubilación o retiro, a astronautas que pisaron la Luna. No ya los televisores, sino los cerebros electrónicos y las vísceras artificiales —de repuesto— se están convirtiendo en «materia industrial». Los sueños y ensueños, casi, de los bisabuelos, tienen para los biznietos una importancia no mucho mayor que la de un balón o una raqueta. También ostentaba mi padre —casi como un milagro de bolsillo— un encendedor automático. En broma se lo arrebató don Cayetano, un amable cura ubetense y la cosa trascendió nada menos que al periódico local «La Provincia». (Díganle ustedes ahora a un chico de catorce años que, hace cuarenta, un encendedor automático podía provocar un disgusto con un cura. ¿Podrá creerlo?)
Sin embargo, atención, una cosa envejecía ya más que inventada en tiempos de mi padre. Mi padre estaba de vuelta de este invento; el invento de la democracia. Mi padre —palabra de honor que lo recuerdo en sus últimos días— ironizaba un poco con Alfonso Moreno (el que, buen amigo suyo, iba a ser luego primer alcalde republicano de mi pueblo). Ironizaba mi padre cuando Alfonso le hablaba del partido liberal-demócrata, del partido reformista nacional, de la izquierda liberal e incluso del P.S.O.E., que también vivía entonces con yo no sé cuantos años de edad. Ironizaba mi padre con tanto trabalenguas y volvía a sus auriculares y a sus carretes de Ruhmkoorff.
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