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Hubo «doctas ignorancias», según el decir de un filósofo. También existen «ignorancias recientes», como explicaba una vez Mario Ferrero. Las «ignorancias recientes» apabullan a los «fans» de la novedad. Admiran por su doble condición de ser necias y frescas. Por ejemplo, hay un no saber de mucha aceptación en ciertas galerías de arte. A nadie, en pasados tiempos, se le ocurrió que el mal pintar tuviese éxitos, salidas y tratantes. Pero es que nunca se tuvo la astucia de ahora. Un mal pintar puede trocarse en un excelente pintar cuanto se tiene la precaución de advertir que el bien y el mal —que desde Nietzsche pueden superarse en moral según sus adeptos— deben superarse y rebasarse, asimismo, en el quehacer del arte. No se pinta bien un paisaje o un retrato: eso es una antigualla. Se pinta «otra cosa». Es decir una cosa que no sea ni paisaje, ni retrato, ni bodegón, ni marina, ni celaje, ni hombre, ni mujer, ni cabra. Se pinta cualquier cosa con la condición de que no sea cosa.
—¿Usted qué pinta?
—Yo pinto pintura.
A respuestas así, se llama ya respuestas geniales. Sirven de credencial innumerables veces a unos señores —que, eso sí, renuncian y abominan de que les llamen señores— empeñados en un «arte de comunicación» sin comunicación y en un pastel de liebre sin liebre e incluso sin gato.
Pues sí; Alaín conoció a un vendedor de leña que «siempre llevaba en el bolsillo su Montaigne». A fuerza de leer al escritor fue perdiendo el pelo de la dehesa. En cambio, parece que hoy tendría más éxito un Montaigne con leña en los bolsillos. ¿Me explico?
Pero menos mal que «soñar despierto», como dice un profesor de Nottingham, evita las neurosis. Las ondas encefalográficas de esos pintores que pintan cualquier cosa quitando de la cosa precisamente la cosa, sumen al contemplador de sus cuadros en no sé qué hipótesis que provocan la admiración. Y admirando ya no inciden en la depresión ni en la manía persecutoria. Esos cuadros que nosotros, desde aquí, maliciosamente, estimamos producto de la ignorancia reciente son genuinos prodigios. Veamos cómo y por qué.
Llega el contemplador, neurótico perdido, a la exposición.
—Ese cuadro, ¿qué representa?
Esta pregunta de «qué representa esto», pone frenéticos a los pintores que no quieren (y con razón, según ellos a sí mismos se las dan), que no quieren representar nada. Como se ponen frenéticos, lanzan ondas encefalográficas hacia el cerebro del contemplador inexperto. Las lanza con la intención de acondicionarse para la perorata, como se prepara con coagulantes a ciertos enfermos cuando van a operarse de la vesícula biliar. Las lanzan para hacerles receptivos al razonamiento que sigue —o a otro parecido—, al argumento que explica:
—¿Qué quiere que represente una pintura? No tiene la obligación ni el gusto de representar nada. Sólo presenta la «expresión». Está la gente mal acostumbrada a impresionarse. Los artistas de antaño eran tan cursis que siempre estaban impresionándose ante el mundo y entonces iban y se ponían a representar sus impresiones. Pero eso ya terminó. Ahora no sirve impresionarse. Ahora hay que expresionarse. Ahora hay que mirar al mundo y en lugar de enamorarse del mundo como los artistas antiguos, hay que arrojar al suelo como un gargajo la posible impresión que un rostro, un celaje o un pasaje nos produce. Y, a partir de ahí, hay que trabajar el cuadro.
—¿A partir del gargajo?
—Pues eso; precisamente.
El contemplador que acudió neurótico a la exposición, salió turulato. Ya es un notable avance. Y el pintor que nada más era turulato antes de hacerse artista, está ya trabajando su pedestal.
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