|
Según Maurois, el éxito de Disraeli tenía esta base: «Miraba de forma impertinente a las mujeres y a los hombres por encima del hombro». La receta puede parecer, debe parecer, dudosa. Quizás era necesario ser Disraeli para tener éxito con ella. No hay recetas infalibles. Como en medicina, los «preparadores» para el éxito más o menos mundano tienen sus indicaciones y sus contraindicaciones. Hay a quienes les va muy bien la antipatía, quienes adquieren fama para siempre con su despropósito. Sin salirnos de Disraeli, ¿no se convirtió de «vigh» en «tory» después de aquella frase: «Prefiero los derechos de los ingleses a los derechos del hombre»? Puede que si no la hubiera pronunciado no hubiera podido imponer su política a la del zar y a la de Bismark. Hay quienes mintiendo con la verdad ganan y también quienes obtienen renta del temor que saben inspirar a los demás. No digamos nada del éxito en política. Las vías son distintas para cada uno y muchas veces opuestas. Maquiavelo pensaba que el rey debe aspirar a ser más temido que amado, porque no puede ser amado sino por la voluntad del súbdito y, en cambio, el ser temido de él solo depende. ¡Qué distinto camino del éxito para el gobernante del que proponía nuestro Saavedra Fajardo y hasta el mismísimo Quevedo que, en su «Política de Dios y Gobierno de Cristo», cuando todavía no se había inventado siquiera la palabra «democracia», le espetaba claramente a la «catalítica y real majestad» que no sabría serlo si no se decidía antes a ser «siervo», siervo de su pueblo!
Pero cualquier éxito depende de muchos factores y controlarlos a todos es más que difícil. ¿Quién controla los imponderables? Ahí está el amor. A primera vista los llamados «matrimonios por amor» tienen garantizado el éxito. Bueno, pues la verdad es que, en la mayoría de los casos, el auténtico amor, pasados los fuegos artificiales, comienza a los varios años del matrimonio, si es que comienza. Algún día las estadísticas, a las que nada escapa, demostrarán que un 80 por ciento de los divorciados se casaron creyéndose enamoradísimos. Actualmente, la opinión es unánime al condenar los matrimonios de hace dos siglos cuando los padres de los contrayentes decidían las bodas. La novedad que trajo Moratín al teatro español —novedad calcada de Francia— apenas consiste en otra cosa que en la debelación sistemática que en sus comedias hace de los matrimonios que pergeñan las familias. Es indudable que quienes deben elegirse mutuamente son los novios; ahora y siempre. Sin embargo, vistas las cosas con perspectiva y con objetividad, hay que suponer que los resultados de aquellos matrimonios de «arreglo» eran normales en la mayoría de los casos. Al fin y al cabo, se exageraba en lo del «arreglo», y lo cierto es que la última decisión correspondía en todo caso a los novios y que lo de la boda impuesta y obligada no pasaría nunca de una excepción. Yo creo que hay que hacer una revisión de mil opiniones sobre usos y costumbres; opiniones que hemos llegado a estimar como indiscutibles. El romanticismo concedió demasiada beligerancia al corazón. Pero, en nuestra época, los valores del corazón se cotizan menos. Por eso ya la gente ni siquiera aspira a casarse por amor. Y como por simple erotismo la gente no se casa —para el simple erotismo el matrimonio el pura arqueología ya que el funcionalismo erótico no necesita de él—, pues los matrimonios disminuyen. No, no eran tan monstruosos aquellos matrimonios en que los padres hacían uso de la palabra, aunque no dijeran la última palabra. No eran tan absurdos porque reconocían el planteamiento de un problema cuya solución no podía ser simplista —«me gustan sus ojos» o «me gusta su palmito»— sino que exigía el estudio de todas las circunstancias que a los ojos o al palmito deseado rodeaban. El matrimonio es una comunidad, cuyo fondo es muy complejo. Se ahoga en el matrimonio quien pierde pie. Y tanto se pierde pie en el matrimonio cuando se atiende sólo a los intereses, como cuando se atiende nada más a los encantos físicos... o cuando exclusivamente a los encantos morales se concede importancia.
¡Éxito! Es la meta de todo el mundo. En negocios, en política, en amor, en estudios, en la profesión. Pero convendría no obsesionarse con la idea del éxito. En realidad, ignoramos sus caminos. El éxito sopla donde quiere, y en ocasiones caprichosamente, quizás para contradecirnos cuando queremos forzarlo. El éxito no se puede forzar, como no se puede forzar la misma salud. Lo bueno es trabajar y hacer las cosas con sentido del deber —por lo menos con talante deportivo— sin preocuparse demasiado del éxito. Un amigo mío enfermó a fuerza de ingerir «preparados de éxito» que nosotros mismos nos recetamos, ya que, de otra parte, los éxitos de prescripción facultativa no existen.
|