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Padecemos una inmoralidad refinada; una inmoralidad, casi barroca, que trenza pecados con técnicas impecables. Se ha hablado mucho del «crimen perfecto», por ejemplo. ¿Qué es el «crimen perfecto»? Pues, precisamente, eso: un hecho delictivo tan estupendamente preparado y tan maravillosamente proyectado —tan pesado, medido y contado— que no deja en pos de si ningún reguero para la sospecha, ninguna pista para el ulterior descubrimiento... Pero no digamos nada del robo. Es, desde luego, el delito más susceptible de ser perfeccionado por la técnica. La técnica bien aplicada hace del robo una «obra de arte». Hasta el punto de que los «ladrones» —aquella gente honrada— están terminándose. Porque los ladrones —ladrones simple y llanamente— eran unos hombres del pasado que, para apoderarse de lo ajeno, apelaban al peligroso e ingenuo procedimiento directo. No había técnica entonces. Ahora, quien aspira a apoderarse de lo ajeno, ¿cómo va a recurrir a métodos tan descaradamente primitivos? Ahora está el «chantaje», el fraude, la estafa... por no nombrar a otros estilos más refinados y «limpios»; ahora robar, cuando la cosa se hace con talento, con sutileza y con gracia, hasta puede parecer un signo de inteligencia. Es que, antes, la palabra «ladrón» y la palabra «robo» tenían ya de por sí una fisonomía tremenda y socialmente repelente. Y hay mil palabras con las que designar la «operación» de una manera más delicada. A veces, todo es cuestión de palabras. Alguien contaba una vez que, desde que se puso en circulación la palabra «dipsómano», el borracho habitual tiene acceso libre a los salones. Y que desde que el existencialismo ha obtenido carta de naturaleza filosófica, el adulterio, con el marchamo de la «angustia» colgado como un collar, ha ascendido, de pecado de la carne que era, a distinguida inquietud antiburguesa, que es ya hace bastante tiempo. Y, ¿para qué más? Ahí están los psicópatas; a través del «psicópata», el criminal se evanesce, se evapora, entre brumas de «whisky», humos de «Chesterfield» y adormecimientos de morfina: buscábamos al malvado y —¡desilusión!— nos encontramos sólo con las drogas...
Por todo eso nos encanta la noticia de que hace unos días, en Londres, en el «Picadilly Circus» nada menos, a la hora de mayor concurrencia transeúnte, dos ladrones —así, sin eufemismos—, se llegaron a las inmediaciones de una joyería, rompieron con piedras los escaparates, se llenaron a puñados los bolsillos de joyas y, entre el gentío, emprendieron la huída a pie. Es un «rasgo» de ladrones verdaderamente conmovedor. Un rasgo de ladrones «arcaicos», desdeñosos de la técnica, del virtuosismo, de la «perfección» y de las mil zarandajas, que muy bien puede ser calificado como «ejemplar», en unos tiempos en que el delito se escuda bajo vistosos y atractivos pretextos, o se escurre, reptante y sinuoso, esquivando la ley, hurtando el cuerpo al castigo, a través de fementidas y tenebrosas circunvoluciones.
¿Dará al fin con los ladrones la policía de Londres? «El único inconveniente del procedimiento arcaico seguido por los ladrones —dicen las agencias— es que han podido ser observados por gran cantidad de gente que se apresuró a describirlos.» De todas formas, cuando alguno de estos hombres comparezca a los tribunales va a poder decir:
—Obsérveme bien, señor Presidente. Soy el raro ejemplar de una especie a extinguir. Hombres que se apoderan de lo ajeno hay muchos, innumerables. Abundan como las estrellas del cielo y como las arenas del mar. Pero... ¿ladrones? ¿Ladrones a cuerpo limpio? ¿Ladrones que asuman su «misión» con franqueza y «heroísmo»? Obsérveme señor Presidente. Ni siquiera un cleptómano soy. Nada más un ladrón. Ladrón desarrollado, a secas. De los primitivos. De los «incunables», señor Presidente.
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