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Ha sido otorgado a Fernández Almagro el premio de Crítica de la Fundación March.
Don Melchor se «excusa» diciendo que tiene una memoria estupenda. Vengo de una ciudad conocida —y querida— de Fernández Almagro, ciudad de cuyas familias, hombres, cosas, me pregunta. Pero mis noticias son, seguramente, parvas. Pronto me doy cuenta de que soy yo quien va a conocer, gracias a él, fechas, casos, datos de mi pueblo.
—Estuve allí hace unos cuarenta años —me dice luego.
—¿En mil novecientos veinte, don Melchor?
—No... Creo que en mil novecientos dieciocho.
—Tanto tiempo y...
—Es que tengo muy buena memoria.
Pero esto es, con toda probabilidad, un rasgo de finura de Fernández Almagro: muestra de delicadeza ante nuestra ignorancia o nuestro apabullamiento. Lo grande es cuando se le habla a don Melchor de sus libros. Entonces, tímidamente, empieza uno a insinuar sincerísimas admiraciones, y él insiste:
—Sí, he trabajado y trabajo mucho por dar a conocer nuestra Historia Contemporánea. Y ya ve: tengo muy buena memoria.
De manera, pues, que un hombre —príncipe de la crítica histórica y literaria de España— no se queja de falta de memoria. ¿Insólito? (Pocas frases tan caústicas como aquella máxima de La Rochefoucauld: «Tout le monde se plaint de sa memoire, et personne ne se plaint de son jugement.»)
Hay más. Casi no se lamenta tampoco don Melchor Fernández Almagro de la falta de tiempo. Y claro está que él llena el suyo de fértiles ocupaciones como quien más. Pero no anda él, como quien menos, diciendo las consabidas palabras del naufragio: «No puedo, no puedo. Se me hace tarde». Será que sabe adueñarse del tiempo... obedeciéndolo. Será que la puntualidad —esa cortesía suya para con los minutos— se la pagan las horas al ciento por uno. El caso es que en el presupuesto diario del tiempo que cada día hace de seguro don Melchor, debe de haber una asignación para «imprevistos». Pertenecía, pienso yo, a este capítulo la conversación que quiso concederme, que, además, hubiera constituido para él una inversión de tiempo no rentable —a fondo perdido— si su generosidad, comunicando interés a todas las cosas, no anduviese por medio. Quedamos citados esta vez en un café de la calle de Goya. Mañana típicamente novembrina. Había llovido. Iba a seguir lloviendo más tarde... Nuestra conversación no iba a ser «para» nada. Pero fue. Fue «por» una deferencia suya.
Y he aquí cómo es obligado decir de don Melchor que es un hombre sencillo. Pero me duelo escribirlo así: no me gusta expresarme a este propósito de una manera tan... simple. Porque la «sencillez» de muchos hombres, ilustres o no, ha dado materia para el elogio tópico: «Y luego, tan sencillo...», se repite a cada momento. Y al oír hablar de la sencillez de alguien uno se forja inevitablemente la idea de una sencillez de confección, con fórmula para uso y adorno de cualquiera. Y no es, naturalmente, esa superpuesta calidad —más bien cantidad— de la persona lo que uno observa en don Melchor. La sencillez, para ser auténtica, habrá de ser personal. Cada hombre tiene la suya, la propia. si no, es que hay imitación o copia. Vamos, por tanto, a no confundirnos; a no armanos el lío divagando sobre las relaciones —por supuesto, cordialísimas— entre la sencillez y el talento. Ni queremos incurrir en la puerilidad de descubrir las Américas en pleno siglo XX. Ni en la de desvelar al lector —a estas alturas— ninguna de las virtudes de Fernández Almagro.
* * *
He pensado muchas veces en la falta de gratitud —falta de educación, por consiguiente— de nuestro tiempo hacia los valores culturales, sociales, políticos, humanos, del Ochocientos. Me acuerdo al llegar aquí de ese zangolotino del bachillerato que vive compadecido, profundamente compadecido, de su padre. Su padre es fiscal, comandante, magistrado, jefe de negociado o farmacéutico. El zangolotino tiene dieciocho años. Resuelve a penas una ecuación de segundo grado, atina a medias con el nombre de las Novelas Ejemplares o vacila si tiene que declarar dónde ha leído él el nombre Lavoisier, si en Química o en la historia de la Literatura. Bueno, pues, a pesar de eso —quizás por eso—, el zangolotino a su padre le tiene lástima.
De verdad que nos pasa a casi todos algo semejante —e igualmente ridículo— cuando nos ponemos a analizar o a estudiar (?) los hombres y las cosas del siglo pasado. ¿Cómo no, si es precisamente el siglo «pasado»? Si se tratase de un siglo de hace cuatro siglos, menos mal. Entonces acaso le dedicaríamos la ofrenda de un cortés convencional respeto. Pero para el siglo XIX no hay sino desprecio y lástima, porque... acaba de pasar. Y esto no lo tolera nuestra real o fingida juventud. Sucede en todo. Hasta en Literatura. No hay inconveniente en admirar no ya a un Argensola, sino a un Menéndez Valdés o un Cadalso cuando alguien nos lo pide. Pero, ¿hay «decididos» que se atrevan a manifestar una cierta ligera simpatía por el estilo postromántico de las «Doloras»? Campoamor, el mismo Zorrilla, el mismísimo Bécquer, tendrán que aguardar un par de siglos para volver a ser... poetas. Pues no digamos nada de nuestros políticos decimonónicos. Eran contemporáneos de nuestros abuelos, y no hay más que decir: no podían hacer nada a derechas.
Esta intransigencia hacia el pasado próximo —y es achaque no exclusivo de nuestra época— adopta a veces caracteres morbosos. Produce en muchos casos una verdadera oclusión mental. Querer ver sólo a través de la actualidad y enjuiciar nada menos que toda la historia desde el punto de vista del presente, casi parece aberración. Ni el ahora se puede valorar sin la previa consideración del ayer. Del ayer más que del anteayer.
Por fortuna, empero, nuestra ignorancia respecto del siglo XIX se va corrigiendo. Es enorme la aportación, en este sentido, de don Melchor Fernández Almagro. Sabido es de sobra. No hay que insistir. Pero sorprende gozosamente que don Melchor no es un viejo para la reivindicación de los viejos. Ni un académico abroquelado en su torre de marfil. Sorprende encontrar en don Melchor eso que nos va faltando a todos, a los jóvenes también: juventud.
Y esto no puede ser una frase. Los sesenta y tantos años fecundos de Fernández Almagro caen, casi todos, al lado de este siglo. Él es un hombre que está plenamente con nosotros, que vive los problemas de hoy en modernidad intachable. Su labor crítica literaria en estas páginas de ABC lo demuestra bien. Ahora bien —y ello es parte de su originalidad y de su mérito—: se trata de un hombre de perspectivas, que no está, como lo solemos estar todos, encerrado, confinado en el presente. Uno va creyendo que el defecto capital de muchos hombres de ahora es el de que nos encontramos satisfechos, burguesamente satisfechos, en el «rincón del tiempo» en que nos ha tocado vivir. Nuestra poca afición a la Historia viene de ahí: no queremos saber nada de nuestros alrededores. Somos los lugareños del presente. Desdeñamos, como los aldeanos que no han salido de su villorrio jamás, la noticia de otros parajes. ¡Lo nuestro es lo mejor! (¿Actualismo puro? Pura catetería. ¿Devotos a ultranza del presente? Paletos.)
La Historia Contemporánea está a un paso. Basta un catalejo, un catalejo de precisión, para observarla. Miramos a través del catalejo de don Melchor —de su obra—, y ya enseguida aprendemos a situarnos. Pronto, eliminados todos los espejismos, nos hacemos cargo puntualmente de nuestra longitud y de nuestra latitud histórica. No es tan fácil...
Y vamos a decirle todo esto, aproximadamente, a don Melchor; intentamos, en un rato de charla, testimoniar nuestra admiración a don Melchor —hombre que conoce todos los horarios, cruces, enlaces, empalmes, trasbordos y señales de carretera de la Historia Contemporánea— cuando él, sencillamente, va y nos dice:
—Tengo muy buena memoria...
Y luego caminamos juntos un trecho por el barrio de Salamanca. Fernández Almagro habla rápido, en un tono levemente sesgado. El viento de la evocación comba la lozanía de sus palabras. De su abundancia fértil —de su cereal provisión— yo he sacado hoy este trigo para mi molino.
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