|
El petróleo, el cinc, el cobre, se ponen carísimos. Se ha llamado a esta «subida» la «rebelión de las materias primas». La tónica actual en el mundo, en todo el mundo, comenzado 1974, es de malhumor. ¿Lo disimula alguien?
Lo peor está —y por eso el malhumor— en que nadie acierta con los remedios e incluso sospecha todo el mundo que el remedio puede agravar al enfermo. Los países árabes han doblado el precio del petróleo. ¿Represalia? ¿Oportunismo? La rebelión de las materias primas es arma ofensiva y defensiva. En el fondo, no hay defensa sin ataque ni ataque sin defensa. Pero el pretexto defensivo es el repliegue moral de la guerra y por eso casi nunca faltan argumentos para convertir en «guerra justa» una «guerra criminal». Y al revés. La lógica será —o es— de por sí inflexible; pero sus servidoras, las palabras, son dúctiles y maleables: hay justificaciones para todo, porque hay sofismas para todo. Y luego, ante cualquier conflicto, surge el nuevo conflicto de que en ambas partes hay una parte de razón. Cualquier guerra se produce como efecto de la ambición que supone querer convertir una media razón en razón entera. La victoria da al vencedor la apariencia de la razón entera y al vencido la apariencia de la razón vacía. El remedio es malo, pero es un remedio. Todavía es peor cuando, como en el conflicto árabe-israelí, hay guerra atroz y luego, al hacerse la paz, resulta que no hay ni vencedores ni vencidos. Es que, entonces, ambos contendientes han perdido la media razón con que empezaron la lucha. Y eso sí que es un lío. Porque en tal caso, pierden no sólo los beligerantes sino también los espectadores.
Ahora Europa se queja de que aquí se pagan los platos rotos. Se lamenta Europa de espectador inocente. Inocente y perdidoso. Perdidoso y víctima. Pero, ¡cá!, nadie quiere perder. ¿Cómo puede ser eso? Ni contendientes ni espectadores quieren perder. Y cada uno esgrime sus explicaciones.
Lo de que Israel no ceda y persista en sus trece y proclame lo de «esta tierra es mía» ante las demandas árabes, es ya casi cuestión secundaria. Ahora sucede que los árabes han encontrado en el petróleo el motivo para su mejor ofensiva. Y bien que se cuidan los árabes de proveer a su «operación petróleo» de una cobertura altruista. Leemos: «Los productores de petróleo piensan fundar con el producto de sus ventas un banco para ayuda a los proyectos industriales del Tercer Mundo».
El Tercer Mundo, en cierto modo, es el pobre comodín para la generosidad del Primer Mundo y del Segundo. No; para la generosidad no, sino para las palabras de generosidad. Se queda muy bien —muy humanitario— indignándose al hablar del hambre de África. Pero la indignación no suministra proteínas ni vitaminas a los hambrientos. Vamos a ver si es verdad que los países productores de petróleo, dedican el excedente del producto de sus ventas a «desarrollar» al Tercer Mundo. Se teme que la cosa, como tantas otras, pertenezca al «Servicio de Propaganda y Buen Propósito».
¿Qué piensa mientras el mundo de la opulencia? La carestía, que se anuncia a bombo y platillo, de las materias primas (y aquí puede intervenir también maquiavélicamente la Propaganda), induce a los más probos al conocido sermón: Hacer de la necesidad virtud. Por lo pronto en Holanda ejercitan el músculo con el retorno masivo de las bicicletas y quien sabe hasta qué punto desciende así en La Haya o en Rotterdan el porcentaje de colesterol en los mayores de cincuenta años. Pero los más astutos profieren una disimulada amenaza. Dicen: «Los países industriales deben renunciar al horizonte del desarrollo indefinido permanente». Arguyen que, si la industrialización prosigue y no para, el peligro de la contaminación puede dar al traste con la civilización entera. ¿Quién niega que los países industrializados que compran el petróleo, esgrimen, cuando se aumenta el precio, una verdad? Pero quizás subyace bajo la declaración de esta verdad la amenaza de otra: la de que si disminuye la industria en los países opulentos, los perdedores en última instancia van a ser los no opulentos ya que la materia prima —ahora en rebelión— se va a hacer menos importante y, además, los productos manufacturados van a llegar en mucha menor cuantía a los no opulentos. En resumen, como en todas las guerras, en ésta del petróleo, los beligerantes enseñan sus medias razones. Y las medias razones que les faltan las sustituyen con humanitarismos a medias. Dicen los productores del petróleo: «Remediemos el subdesarrollo del Tercer Mundo». Dicen los países clientes del petróleo caro: «Vamos a cerrar fábricas, vamos a desistir de la superindustria en progreso indefinido porque las chimeneas y los motores, con la contaminación que no cesa, están haciendo la auténtica guerra biológica.»
¡Cuánta verdad y cuánta falsedad! ¿Somos así en todas partes? ¿Es saña disfrazada, lo que en todo el mundo domina? Pero tampoco hay derecho a pensar tan mal, tan rematadamente mal, del mundo. En su última hondura, cualquiera —tanto los individuos como los pueblos y las naciones— se cree sus mentiras, inventa sus verdades y hasta puede que, en ciertas ocasiones, practique sus verdades. Pero el malhumor viene cuando ya ni nos creemos las mentiras propias ni las ajenas. Porque, a lo mejor, entonces nos viene la tentación de desconfiar también de las verdades.
Tan compleja es la trama de las cosas en nuestro tiempo y tan implicadas están todas las cuestiones y tal interdependencia de problemas existe, que ya el disgusto, el gran disgusto puede sobrevenir de cualquier cosa. No ya tan sólo de la guerra del Vietnam o del Oriente Cercano. Puede surgir también por efecto del precio de la gasolina… y quien sabe si como consecuencia de la «guerra de la leche».
No cabe duda que la Historia tuvo más grandeza. Abre uno un libro de Historia y se encuentra con la «Guerra de los Cien Años». Abre uno las páginas de un periódico actual y se encuentra con «la guerra de la leche».
|