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Este hombre, era como todos: proyectaba cambiar. El hombre que proyecta cambiar es ese que juega a sacarse de dentro —de dentro de sí mismo— al hombre superior que él se cree que es.
Y sin embargo, este hombre, cuando se ponía a oírse, cuando aplicaba el oído al costado de su personalidad advertía algo así como el anómalo «funcionamiento» de esa glandulilla traviesa que se llama... ironía:
—Tú siempre serás Leoncio y el día que no fueses Leoncio, ¿qué ibas a ser, hombre?
Algo había dentro de Leoncio que se reía de Leoncio. Esto no importa para que Leoncio siguiese proyectando. Ya era una desgracia, sí, que no pudiese mudar de nombre. Porque eso de llamarse Leoncio... Él hubiese querido encontrarse cualquier domingo por la mañana con un nombre nuevo, recién planchadito, almidonado e impoluto... Porque parece que no, pero los nombres también se gastan, se rozan por el cuello. Y, además, hay nombres de «corte antiguo», confeccionados según los más anacrónicos modelos del santoral. Porque el santoral es una sastrería de nombres «hechos». Si al menos fuese una sastrería de nombres «a la medida»...
—Yo no podré mudarme el nombre; pero me dudaré el hombre...
Y Leoncio se ponía a dar voces por ese brocal de pozo hondo de las noches de insomnio. Se ponía a llamar al hombre nuevo... Al hombre que tenía que estar allí, agazapado, dispuesto a agarrarse a la primera soga que se le lanzase al fondo.
—¡¡Eh!!
Pero las aguas quietas del fondo rumoreaban su risa de clausura. Y en su espejo se encontraba siempre Leoncio con su cara, otra cosa que él no podía mudarse aunque quisiera.
—Tú siempre serás Leoncio, hombre.
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Precisamente, lo que Leoncio exigía del hombre nuevo era inteligencia, porque audacia, ¡échele Vd! Con la del hombre viejo, le sobraba. El pisaba firme con la pierna de la audacia; pero la pierna derecha —la inteligencia— era de palo... Ningún recetario, ninguna ortopedia le servía... Y, como ya estaba harto de ser medio hombre nada más, de ser hemihombre; como ya estaba harto de aparecer ante todos como tuerto de mollera, y como por otra parte el hombre nuevo, el hombre del pozo interno, no se agarraba a ninguna soga, pues decidió ser él quien se tirase de cabeza al pozo; pero, al otro, al del corral de su casa...
Claro que sí: iba a ser un suicidio inelegante, sin estilo, bastante «ordinario». Los que se suicidan pegándose un tiro se creen, los pobres, que el pildorazo de la bala es un somnífero, un comprimido que les garantiza el sueño lelo de la nada... sin saber el cólico que les espera. Pero el suicido del pozo es aún peor porque es un suicido proletario, pobretón; el suicido de quien no tiene ni una pistola para caerse muerto...
Así es que, después de vacilar, se decidió por el suicido clásico: compró un frac y una pistola y... se puso delante del espejo. Todo estaba dispuesto...
Sólo que se confundió y disparó al espejo.
El espejo hizo: ¡Clac! Y todos los cuadros de la habitación dijeron: ¡Atiza!
Fue como cuando la novia deja plantado al novio en el mismo altar... (En casa hubo un disgustazo porque no era un espejo cualquiera. Se trataba de una cornucopia de la tatarabuela...)
—¡Siempre serás el mismo Leoncio!
Pero, la verdad, Leoncio, el hombre, vestido de frac, se encontraba como nuevo. No era cosa de tirarse así al pozo, ahora.
ANSELMO DE ESPONERA.
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