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Creía Antonio Machado que se le perdía «Dios entre la niebla». Es la bella —y también exacta— frase que refleja esos borrosos estados de ánimo en que, desdibujado el perfil de las creencias, viene la perplejidad. Doloroso trance. Maimónides, el filósofo hebraico, en su «Guía de los perplejos», trataba de orientar a los espíritus que se despistan en la encrucijada. El mundo es una continua y plural encrucijada. Fe, ciencia, razón, voluntad, tradición, progreso, ideas, creencias, se entrecruzan, se interfieren, se ayudan, se estorban, luchan, se reconcilian... Ante estos ajustes y desbarajustes, surgen las preguntas y, después, cada respuesta lleva anejas nuevas preguntas. Entonces, se hace precisa la superior instancia y la apelación a lo supremo: «Ser Supremo» era la designación que durante mucho tiempo se dio a Dios. Eran épocas plagadas —y hasta finchadas— de racionalismos.
Pero la razón —ya se ha visto— no pasa de sucedáneo. También es un «sufragio», una ayuda, un subsidio para entender las cosas. Ahora bien, las cosas no terminan de comprenderse con razones, números, ideas. Es preciso siempre un apasionado fermento de Amor. Así, los hechos y los datos cobran sentido y posición. Así el mundo, además de conocimientos, tiene Sabiduría.
La Navidad, cada año, nos trae la lección de Dios. El mundo y sus ideologías deben callar en la Navidad para que Dios hable. Su Palabra es Cristo. Su lección es el Amor. Nosotros los hombres nos pasamos la vida jugando con las bonitas palabras; amor, justicia, libertad, paz. ¡Qué pena! No llegamos en el «juego» a ninguna conclusión buena. Más bien estamos llegando en cada momento a las antípodas de los conceptos que las palabras bonitas entrañan. Arribamos al odio, a la guerra, a la lucha, al egoísmo, al miedo. ¿Qué es lo que sucede? Lo que pasa es que seguimos empeñados en no hacer carne de Amor con la palabra amor. Lo que acaece es que el sueño nos inclina la cabeza cargada y no acertamos a levantarla. No atinamos a mirar de frente, a oír de frente, la Voz alta del Verbo que nos acerca y nos pone al alcance el misterio insondable.
El significado de la Navidad —Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre— es fácil porque el Amor no necesita de muchas explicaciones, teoremas y escolios. Pero al Amor sólo se llega con amor, con una lumbre por pequeña que sea, con una centella. Y es Él, es Cristo, quien luego se encarga de hacer fuego arrollador de la centella. Lo triste es que no aportamos nosotros la centella, no queremos, no sabemos. Y, por eso, cuando pretendemos penetrar en el Gran Suceso de la Navidad nos quedamos en los arrabales: en las tarjetas de felicitación, en las fuentes iluminadas, en el turrón, en el champaña, en el gesto de la dádiva de un billete o de unos billetes para los pobres. Pero es que pobres somos todos. Pobres en una o en muchas cosas. No basta con el gesto. Es una comprensión radical de la pobreza del hombre, de todos los hombres; es el advertir la precaria índole de la «condición humana», la que movió a Dios a hacerse hombre. Este es el «humanismo de Dios». Sucede —¡qué torpeza Dios mío!— que ahora muchísimos entienden el humanismo de manera casi opuesta. Entienden que ha llegado el tiempo de que el hombre —pródigo en conocimientos, técnicas, inventos, placeres y ansias— se erija en Dios.
En la Navidad, el Verbo encarnado, sobrenaturaliza a la creación. Yo creo que estamos, sin embargo, ya al borde de una celebración navideña que en muchos, muchísimos casos, prescinde en absoluto de Dios. Es la desnaturalización de Belén, cuando precisamente, lo que ha querido siempre la fe es la sobrenaturalización del Hecho del nacimiento de un Niño que llega a la Tierra desde el Cielo para realizar, para conseguir que los hombres podamos ser verdaderamente adultos. Adultos en la creencia amorosa, en la esperanza de la Verdad sin brumas, en la claridad pujante y estremecedora de un Dios que no puede perdérsenos entre la niebla.
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