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Gris de otoño... ¡Esta niebla!... Pues sí; esta niebla, despierta. Cada uno, quiera o no, tiene dentro, dormidos, los días antiguos. Y el cielo bajo es paisaje que conjura distantes emociones, emociones dimitidas. Resulta curioso: el otoño tiene también sus florecimientos; en la liturgia de octubre y noviembre el espíritu registra la resurrección de las memorias muertas. En fin, que acabo de atravesar las ciudad en una pluviosa, musical, trémula hora de anochecer. Cruce: hombres de su prisa, muchachas de su belleza, niños de su merienda... Mil afanes, mil paraguas. Escaparates luminotécnicos, sordina de hogar tras las ventanas, parejas de novios. Una tenue campanita lejana: ¿la azoriniana campana de un convento? En una plaza, el desmayo de los árboles dolientes; en el centro, transfigurando la infinita nostalgia del instante, un fraile de mármol. Con su abierto ¡ay! en los labios. «San Juan del ¡Ay!». San Juan de la Cruz, con su cruz.
Pero San Juan de la Cruz, ¿no trastorna las «estructuras»? Si fuera posible una tectónica del hombre común, nos sorprendería el grosor desmesurado del sedimento externo en flagrante desproporción con los estratos subyacentes. Todos vivimos de cara a las cosas, casi en completo olvido de nuestras «provincias interiores». Entonces llega San Juan de la Cruz y dulcemente, sigilosamente, dice al oído: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo». Más que todo el mundo. ¿Lo han oído, lo oyen, los hierofantes del culto nuevo, los gazmoños de la innumerable beatería pragmatista, los sacristanes de Nuestra Señora la Técnica?
Desbarata, sí, de un trallazo todos los planes San Juan de la Cruz. Al recordar lo que vale un pensamiento es como si incitase a la rebelión. En el extremo opuesto de la demagogia al uso, él asume un extremismo de distinto signo. De hecho, es un agitador sutil de las potencias mentales oprimidas por la tiranía de lo sensible. Parece como si el santo poeta dijese a las potencias del entendimiento: «Estáis en lo hondo, pero vuestro lugar es lo cimero; padecéis vasallaje, pero vuestra vocación es el mando; ¡levantaos, y sin pérdida de tiempo: “el que la ocasión pierde, es como el que soltó el ave de la mano, que no la volverá a coger”!». ¿Qué es la «Noche Oscura» sino la apología de la fuga del ánima hacia otros horizontes, en un secreto salir «sin ser notada»? (Notación al margen: Luego San Juan de la Cruz está en contra, precisamente en contra, de lo establecido. A lo mejor el punto de partida del carmelita está en la misma línea que el punto de partida de... Marcuse. Vaya, que nadie puede reprocharle falta de juventud al santo.)
Pero tiene corolario la sentencia, el «aviso», de Juan de Yepes. Después de mostrar la excelencia del pensamiento añade: «Por tanto, sólo Dios es digno de él.» Nada más Dios es cumplido objetivo del pensamiento del hombre. Sacar al espíritu de su mazmorra, enseñarle su dignidad, es cosa que, al fin y al cabo, postularon todos los racionalismos. El pensamiento culmina al hombre; pero, ¿lo agota? Es aquí donde incide la tesis sanjuanista. «Toda ciencia trascendiendo», la inteligencia no debe detenerse como un Narciso enamorado de su imagen. En la cumbre, en el otero, ¿qué va a hacer el pensamiento solo? Perecerá en su gélida pureza desamparada si no se decide a ser pensamiento hacia Otro, hacia Alguien o para Algo. (Notación para el margen: Luego San Juan de la Cruz, para suplir lo establecido, dispone de un programa y propugna una apelación. Sabe lo que quiere. Aquí ya, el santo, puede parecer menos joven a algunos jóvenes. Hay que reconocerlo.)
Por cierto que trascender «toda ciencia» es ejercicio difícil. ¿Qué remedio arbitrar? San Juan de la Cruz previene: «A la tarde te examinarán de amor.» Es su receta. El pensamiento liberado tiene una ocupación en la que ha de adiestrarse. No estará solo si aprende amor. Dónde, él lo sabe:
«Qué bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche...»
En lo que respecta al examen de amor, el reformador carmelita cuenta el resultado, superadas luego las pruebas de la «Noche». Lo cuenta en el «Cántico Espiritual», empapado de gozo, cuyas estrofas finales semejan el despliegue enardecido de una crecida inenarrable. Las metáforas más audaces flotan —desgajadas, bajeles de claridad— en la riada impresionante. El pomo del corazón derrama sus esencias al viento. Fiestas, luminarias, bodas. Interminable idilio en las espesuras de las maravillas del Señor. Aire y donaire de los prados eternos. Animada a la deriva: náufrago sin tabla en los piélagos sombríos. La «caballería» de lo carnal en desbandada... Nunca el verso se ha combado en euritmias más fecundas. Nunca la poesía pudo disponer de un «corresponsal» así en el Reino Alto. Juan de Yepes tuvo y tiene la exclusiva. (Notación al margen: San Juan de la Cruz al fin comprueba que la meta es júbilo, y que la vida, con su previa angustia, tiene un sentido. Luego ya no, ya no es posible que le acepte cierto sector —inteligente, no cabe duda— de la juventud de ahora. Lástima...)
Pero estoy pensando en la fecha. Estamos en 1968. Cuatro siglos ya de la reforma sanjuanista, cuatro siglos de carmelitas descalzos. ¡La de vueltas que de entonces acá ha dado el mundo! ¿Sirve San Juan de la Cruz todavía? ¿Y sus frailes? ¿Acaso, ya, tiene sentido lo de «hacerse fraile», cuando caminamos —según muchos— hacia un cristianismo sintético, más o menos de tergal, que no exija el continuo lavado, el continuo planchado, la continua disciplina? Pero, quizá, ante una figura como la de San Juan de la Cruz, cualquier frivolidad se desagua. A la luz de San Juan de la Cruz, uno sospecha que el progreso espiritual nada más en la vida interior se asienta y enraíza — «que yo se bien la fonte que mana y corre»—, y que cualquier apertura que se intente prescindiendo de ella es pura pedantería. O pura cursilería. ¡Quién sabe!
Otoño suena a abdicaciones y, sin embargo, el místico nos está invitando a una toma de posesión. Lo he mirado, alzado él entre la fina lluvia, abrazado con su cruz, inflamado con su «Llama», amorosamente fundido, confundido en su «Cántico». Vengo de pasar junto a su efigie de mármol. El ábrego está ya arrebatando hojas a los árboles que hacen escolta a su monumento. El monumento está situado en una plaza silenciosa de Úbeda. Úbeda es el lugar del tránsito, es la patria de la muerte de San Juan de la Cruz. San Juan de la Cruz, siguiendo a Santa Teresa, reformó la Orden de Carmelitas en 1568. Unos años después escribía: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, solo Dios es digno de él.»
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