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Es sabido que los tiempos primeros —los de la infancia— son decisivos. En muy buena parte, como es la niñez así es la vida. Cuenta Goethe en sus «Memorias» el ambiente en que, a sus cinco, a sus ocho, a sus diez años de edad comienza fermentar su persona. (Se vive desde que se nace, pero hay quien no es de verdad persona, quien no logra conseguirla ni aún para la hora de la muerte.) La familia de Goethe —padre ordenado y metódico, madre sensible, abuela sosegada con muchos lagos de nostalgia que ponen claridad en la enfermedad que la misma padece— dan una sensación de armonía e inducen a pensar que la existencia es bella. La ciudad —Francfort—, abrigada de tradiciones y de inveteradas costumbres sabrosas contra la intemperie de la fugaz actualidad, dota al espíritu del niño J. Wolfgang Goethe de una especie de «sophrosyne», es decir, de una calidad espiritual en la que emoción e intelecto se equilibran. ¡Oh, el equilibrio! Nada como un clima de serenidad para que el alma del hombre —del joven, del niño— que comienza su andadura por la existencia sepa pisar sobre firme. Con un clima familiar y con una atmósfera ciudadana así no es raro que la planta Goethe alcanzase su altura. Puede que todos vengamos al mundo destinados a una altura, a una estatura mental y moral específica. Pero en muchas ocasiones las circunstancias adversas impiden el normal, el previsible desarrollo. Nada de contrario, nada de obstaculizador existe en la infancia de Goethe que estorbe el crecimiento del «genio» que estaba llamado a ser.
De otra parte, en la niñez de Goethe no ocurren grandes desgracias. Al menos él no las ve porque no le caen cerca. Esto es importante. Porque todo hombre —antes o después— tiene un conocimiento directo del dolor y es al encararse (con armas decisivas o sin ellas) con el dolor cuando de verdad se hace persona. Sin embargo, lo ideal sería que éste crudo y necesario enfrentamiento no ocurriese en los primeros años, que se dilatase hasta pasada la pubertad. Porque entonces los anticuerpos de una sabiduría que sólo la experiencia otorga están dispuestos para la defensa y la lucha y no se produce ese «trauma» de que tanto hablan los psiquiatras. Por supuesto, Goethe es uno de los hombres que no hubiesen necesitado nunca del psiquiatra. Hasta cuando mucho después el morbo romántico le acecha y el «pathos» amenaza la calma del mar interior de su ánimo, acierta con el remedio oportuno y, consultando de una parte a su razón y de otra a su pasión, escribe «Las cuitas del joven Werther». Es como una transferencia. Traspasa a su personaje de ficción su propia angustia. Se libera. El moderno psicoanálisis (que no existía en tiempos de Goethe) no ha podido conseguir, a pesar de sus técnicas y del «boom» literario de que se acompañó siempre, una eficacia que pueda acercarse a la conseguida por el método gotheniano...
El primer crecimiento de la planta Goethe no es amenazado por ninguna premura desgracia —decíamos— que malogre o desvíe su tallo o su arboladura. Es curioso que en la infancia de Goethe a penas han ocurrido catástrofes en el mundo, hasta el punto de que el primer suceso que conmueve su sensibilidad de niño es el terremoto de Lisboa, ocurrido en 1755. Escribe de él: «Acaso no ha habido época alguna en que le demonio del temor haya extendido tan rápidamente y con tal fuerza su estremecimiento por toda la Tierra». Oiría hablar el niño Juan Wolfgang Goethe del luctuoso suceso como algo insólito, desusado, «nunca visto». ¡Qué tranquilos —piensa uno— debieron ser los tiempos de la niñez del autor de «Fausto»! No ha tenido noticia de una catástrofe hasta cerca de sus diez años. Yo pienso, ¿Goethe hubiese llegado a ser Goethe, en su amplia, sonora y graciosa serenidad si en lugar de nacer en su siglo hubiera venido al mundo en 1939 o en 1975?
En nuestro tiempo la noticia oscura no es la excepción, sino la normalidad, el pan nuestro de cada día. Los niños que ahora se forman en este clima de cotidianas violencias, de guerras, de matanzas, de secuestros, de terrorismo sin pausa, no pueden conmoverse ya por el terrorismo o el tifón que ocurren a mil, a dos mil kilómetros de distancia. Tienen más cerca los niños de ahora —en la información y en la imagen— las desgracias, las zozobras, la sed y el hambre, el odio, el dolor que aprieta su argolla en la garganta del familiar o del amigo. Desarrollados en un ambiente así no pueden admirar de mayores —como Goethe— el arte tranquilo en que «se pintan muy limpiamente flores y frutos, naturalezas muertas y personas en ocupaciones sosegadas». No, no pueden prepararse, en sus aficiones, los niños a este arte de concordancias cuando su escenario vital se descoyunta, se desintegra, empalidece y cruje. Se trata —vivimos ya el último cuarto del siglo XX— de una época volcánica, sísmica, enviscada. Pero las catástrofes no pertenecen a la geografía o a la misma historia. Tienen ya su germen depositado más próximo en el seno de las familias y en la intimidad de los corazones. No hay niños con vida tranquila porque el morbo de la desintegración familiar socava hasta los cimientos de la más elemental convivencia. Porque se están minando los «valores» morales que siempre actuaron de muralla defensiva frente al ataque frontal de la desgracia. No se educan los muchachos de ahora en el ambiente de ciudades —como Francfort de 1700—, cuya tradición hacía contrapunto y freno a cualquier desmadre de la pasión. No se forman las nuevas generaciones en familias para las que el orden es norma y la disciplina condición de trabajo.
Es cierto que nuestro tiempo, sombrío y frívolo al par, puede dar todavía algún que otro Fedor Dostoievski, o algún que otro Federico Nietzsche. Aunque de menos talla. Lo seguro es que no producirá ningún J. Wolfgang Goethe.
«¿Qué personaje histórico hubiera usted preferido ser?», preguntaron en cierta ocasión al autor de «La bien plantada», quien contestó: «De no ser Eugenio d’Ors yo hubiera querido ser J. Wolfgang Goethe».
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