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Aquel filósofo era bastante pesimista cuando afirmaba que gozar es dejar de sufrir. La vida ni se sufre ni se goza: se asume simplemente. Y asumir la vida es estar a todo, a las duras y a las maduras. Alegría y dolor forman parte de nuestra naturaleza, son inherentes al hombre. Y en «turno pacífico» alegría y dolor se suceden en nuestros estados de ánimo. Pero es error hacer Estado de los estados de ánimo. Quiero decir que no se puede dar naturaleza institucional a nuestras carcajadas, a nuestros saltos, a nuestras lágrimas, a nuestros sustos, a nuestras sorpresas... que, en cualquier caso, se desenvuelven en un ámbito temporal y no pasan de darnos buenos o malos «ratos».
De otra parte alegría o tristeza no tienen programa y quizá también carecen de historia. Por eso la felicidad —como la muerte— no avisa antes y eso es lo bueno en el caso de la felicidad porque nos coge desprevenidos. Piense usted lo bien que lo va a pasar mañana y verá cómo luego se equivoca. Piense en el trance amargo que pasó y verá cómo, si verdaderamente está ya en la lejanía, la perspectiva pone relumbres dorados o azules al suceso.
Hay, pues, una ingenuidad en lo de creerse dichoso. Y otra en lo de creerse desgraciado. Sin embargo, sí es cierto que gran parte del particular optimismo íntimo depende de cada uno. El placer, el dolor son algo que pasa, dependen del momento. En cambio el optimismo es una «posición» ante las cosas y el tiempo. Una «posición» que exige un trabajo personal. No se es optimista porque sí. Ello pide una especie de disciplina y yo no sé si decir que también es una gracia especial. Entonces el pesimismo —con todas sus vertientes, desde la ladera escéptica a la quejumbrosa y desde la manía agorera a la contestataria—, es consecuencia de un abandono, de una falta de higiene mental. El pesimismo es como un traje manchado.
Yo no sé si los humoristas son exactamente optimistas. A lo mejor no. Pero al menos no hacen tragedia de lo inevitable. Y sin necesidad de «desdramatizar» (que es palabra al uso de la que abusan los señores del «aquí no ha pasado nada» instrumentan como remedio supremo el arma de la ironía y de la sonrisa, más bien lejos que cerca —siempre— de la saña y de la crítica de mala uva. Además el humorista, ya que no alegría —que no es manjar de todos los días—, acierta a situarse y a situarnos en esa zona neutra del espíritu en la que la lógica pierde sus aristas y el sano disparate inofensivo da como una cuerda al revés a todos los artefactos y aparatos de relojería que constituyen el engranaje de este mundo demasiado mecanizado, es decir, civilizado en demasía.
Miguel Mihura y su creación «La Codorniz» (sobre todo «La Codorniz» de los años cuarenta) puso en marcha en España un humor neutro y blanco, completamente inocente, de genealogía más bien italiana, con las contra-figuras de Don Venerando, del Abate Simón, de Don Felipe, de Fred Carrascosa, dedicadas a la regocijante gamberrada de pinchar los neumáticos de todos los tópicos circundantes. Pero yo no creo en que el humor de Mihura fuese amargo, ni sarcástico ni precisamente mítico. El sarcasmo y la crítica acerba son más bien superficiales y trivalizan la cuestión. Tanto los muñecos de Herreros, como los diálogos de Tono y las piezas escénicas de Mihura, al moverse entre el surrealismo, la ternura, el absurdo y el disparate, promovían la más sana de las risas. Una risa, no partidaria, sin filiación, olvidada incluso de lo que es dicha y de lo que es dolor, atenta nada más al descanso del lector. Un descanso como el que supone toparse —por ejemplo— con un señor que, como Don Venerando, penetra en una librería y muy serio se dirige al hombre del mostrador y le dice: «quiero un libro con encuadernación azul marino y con el título largo y amarillo».
Mihura levantó muchas sonrisas, risas y carcajadas. Ahora y hace cinco, diez, veinte, cuarenta años. Porque hace cuarenta, treinta, veinte, diez, cinco años, como ahora, la risa estaba siempre a punto en los hombres de buena voluntad.
Pero tampoco vayamos a creer que Mihura ejerció de isla ni actuó de «llamarada de alegría» en «aquellos tristes, aterradores tiempos» de «cuando la alegría estaba prohibida». (No exagera usted, amigo Ladrón de Guevara. Y no se ponga usted tan enfadado, hombre. Nunca estuvo ni pudo estar prohibida la alegría en ninguna parte. Si sigue usted así, a lo mejor llega el día en que trate usted de persuadirnos de que hubo unos «tristes, aterradores tiempos» en los que estaba prohibido el crecimiento de la hierba.)
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