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¿Por qué pensar que el Otoño es cosa triste? ¿Es que la vida se termina en noviembre? No. Es ahora cuando empieza. Es ahora la siembra de los campos. En la ciudad, es ahora, después del verano, con el inicio de mil actividades que luego, al arborecer, constituirán el ramaje en que irán a posarse todos los pájaros del bien y del mal. (El bien y el mal aletean plurales, innumerables: picotean y vuelan sin cesar. ¿Quién distingue los pájaros del bien de los pájaros del mal? Hay preciosos trinos que no siempre se originan en la siringe de los pájaros del bien. Y galanos plumajes que engañan. Versátiles y huidizos, el bien y el mal necesitan —sobre todo en nuestros días— de expertos discriminadores que nos alerten...)
El Otoño tiene su faz radiante, hasta esplendorosa, que, muy frecuentemente, se olvida o no se hace resaltar. Noviembre tiene una plenitud, acusa soles y fervores. ¿Por qué hablar tanto de su tristeza? Por tópico y por mala costumbre. Así como la primavera tiene muy buena prensa, el otoño es tema que se asocia con la muerte. Otro error y éste litúrgico inclusive. La fiesta de «Todos los Santos», a la entrada de noviembre, no es un recuerdo de la Parca; es un arco de Esperanza. Esperanza de vida, sin regates ni recortes. Esperanza cimentada en «el Señor, Amigo de la Vida».
¿Y cuando llueve en noviembre? Otra tontería, otra frivolidad, la de renegar de la lluvia. ¡Tan fina, tan cordial esa lluvia que nos trae no sé qué mensajes que se quedan arrinconados en los recovecos de lo cotidiano, pero que la lluvia dulcemente empuja! Cuando avanzamos en edad, cuando nos tornamos maduros, es cuando advertimos el poder catalizador de emociones que tiene la lluvia; sobre todo la lluvia de noviembre. Basta disponer de un mínimo de sensibilidad para saber cómo ayuda a la vida el recuerdo, como ilumina al espíritu la evocación de los días, de los hombres, de los tiempos que pasaron. Esta época tan estúpidamente actualista —como si la actualidad significase lo definitivo; como si nuestra vida no acusase algo más que «duración», como si nuestra misma biología no fuese pura historia—, puede pensar que la nostalgia es un sentimiento decadente. La verdad es que nuestro cerebro no es sino un archivo perfectamente organizado, y que el mismo deseo vital a todos nos impulsa —porque en lo que se refiere a la voluntad de vivir, la juventud no cesa nunca—; no cabe duda, repito, que el afán de avanzar bandera en alto, inasequibles al desaliento, por estos páramos, de la tradición nos llega. Sin soporte de recuerdos no puede haber ni siquiera ilusiones.
Y sin un mínimo de melancolía, el deseo es planta amorfa. Es la vida y sus recuerdos quien nos anima cada jornada que amanece a hacer del suceso que nos espera, una obra. Cuando no sabemos hacer «obras» de los «sucesos», es decir, cuando nos acaecen mil cosas sin que tengamos contingente de recuerdos para manipularlas y adecuarlas, la vida es un ruido, pero no un color. Ni un calor. En el otoño, las primeras lluvias, nos invitan a penetrar dentro de nuestras cuevas, de nuestras íntimas sombras.
Se pensará: ¿y si hay tristeza en nuestro boscaje interior? Bueno: esa paganía báquica de creer sólo en el placer —otra manía de ahora— es, precisamente, el manantial de la más desoladora de las tristezas. Puede haber un placer sin alegría y una alegría sin placer. Montesquieu: «El placer es de los ricos; la alegría es de los pobres». Pero es que, además, la tristeza, en mil ocasiones, es belleza. Nunca se comprende esto mejor que escuchando ciertas composiciones de Bach y de Beethoven. También escuchando la lluvia...
Creo que hay que educar también para el otoño. Porque se educa mucho en Primavera, para la Primavera. Y la primavera es lo más falaz que se conoce. Es el Otoño quien siembra, quien cosecha, quien dora los recuerdos y pule la suprema esperanza. Es el Otoño quien enseña que el Señor es Amigo de la vida.
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