|
¿Pesa de verdad mucho la vida? Es cosa en que se insiste cada día. Al menos, desde que hizo de la angustia una categoría filosófica, teatro, arte, cine, novela (salvo evasivas excepciones), tratan de inculcar en el hombre normal la sensación de que la existencia es algo así como el soporte de innumerables presiones insoportables. Y el pequeño o grande drama de cada uno se acentúa miméticamente en un ambiente —a veces real y a veces pintado— empeñado en hacer más oscuro a lo oscuro. Como aquel señor de «Mingote» enlutado, que pedía un detergente que lavase negro, más negro.
Preferible sería disimular el peso con la gracia, como las airosas cariátides de estirpe helénica que repiten su gesto y su postura, su serenidad, su fuerza sin grito en los edificios y templos renacentistas. Infunde su contemplación una reciedumbre —que es a la par dulcedumbre— frente a la pesadumbre. Porque la pesadumbre se adelanta a menudo al peso, para más dramatizar el drama. ¿No se peraltan entonces inútilmente, inelegantemente, el dolor o la fatiga, algo que siempre será mejor y más sabio ocultar? Elogiaba don Eugenio d’Ors el buen estilo del trabajo púdico frente al estentóreo alarde de esos hombres siempre a vueltas con «su trabajo». De su trabajo vienen. A su trabajo van. Sí, pero ¿por qué no, señor mío, con diafanidad, con intersticios para la sonrisa? De la misma manera el dolor, que amaga agobios, puede —debe— recibirse con limpia, elástica postura. Apostura. Ánimo en el ánimo. Jung da a entender que el «yo», flotante en el «ego» —«No pasa nada un día en el que usted no descubra que es más yo de lo que se creía»—, surge del ánimo, del valor que seamos capaces de incrustar en el alma, más bien pasiva, receptiva. El «yo» es como un empuje vertical del «ánimo» que contrapesa el deslizante derrumbe lento del «ánima» sojuzgada de influencias. Animo en el ánima. Es lo que parece insinuar la cariátide. Como si ahilase gravitaciones y elevase anhelos apeando el duro énfasis aplastante de la piedra. Semejantemente, podríamos nosotros entendernos consigo mismos con los otros, con el mundo, con las cosas. ¿O no? He leído en un eminente psiquiatra que el «el hombre actual no posee medios para lograr un equilibrio entre su yo y su medio» y que así «su conflicto dialéctico es doble: interno y externo». Explica cómo por esta causa el 70 por 100 de los hombres de nuestro tiempo sufren un proceso neurótico que, aunque en los españoles se reduce globalmente a un 10 por 100, alcanza a un 43 por 100 en las grandes ciudades. Puede que los números engañen o exageren; pero es cierto —casi cierto— que todos nos quejamos de soportar más peso del que nos corresponde... y que ello motiva transtornos psíquicos cuya frecuencia aumenta. Sin embargo, ¿no nos quejamos en mucha parte por afición? ¿No podríamos disminuir el peso per cápita vigorizando, galvanizando las fuerzas interiores —desde la Gracia a la gracia, desde la abnegación a la sonrisa, desde el amor a la cortesía—, fuerzas capaces de suavizar el horror, de adelgazar la cintura de la tragedia, de compensar la obsesión angustiosa mediante la viva salud espontánea de la reflexión optimista?
Y se preguntará: ¿a dónde vamos por el optimismo? ¿Se da, se vende, se negocia? ¿Se encuentra sin buscarlo, o se busca y no se encuentra? ¿Surge nada más que por un juego de aptitudes naturales? Decía André Gide que Charlot «es el hombre que tiene la virtud de ponerse de acuerdo con todo el mundo». Quizá de esta actitud nazca el optimismo en bastantes casos. Para otros se necesita la contribución de una ayuda más alta. Donde hay acuerdo con Dios, ya las demás armonías resultan más fáciles y el acuerdo con el contexto arquitectónico que postula la cariátide es lección trasladable al hombre y su circunstancia. De cualquier forma, para que el peso sea menor habrá que salir de este laberinto ideológico —y también fáctico— de una cultura que renuncia a arquitecturarse, a organizarse, y que acumula «trozos formados de trozos» —conceptos, inventos, proyectos, nostalgias y adivinaciones—, todo sin cúpula, sin clave, perdida la ilusión de la unidad.
Es significativa, a este respecto, la lamentación de Jean Cassou. Se duele de la abolición en arte de lo lineal, en música de la melodía y en literatura de la narración. Triunfa la idea de un mundo discontinuo. Ausentes las coherencias tonales «hay una inclinación de la música a confiarse en el ruido», como puede decir Cassou en la introducción al catálogo de la Exposición del Cubismo en el Museo Nacional de Arte Moderno. Igualmente, la narrativa adolece del prurito de confundir al lector con sus complejos montajes. (Así Vargas Llosa con sus diálogos simultáneos de Conversaciones en la catedral.) Hasta aquí todo se presta a la opinión e incluso al elogio. Lo penoso —piensa uno— comienza cuando filosofía y vida pierden también su línea —la línea— y se ponen a inventar la nueva lógica y el mundo nuevo. Se ha gloriado la pintura por sus últimas realizaciones expresivistas y abstractas de alcanzar su «definitiva victoria sobre la realidad»; pero no son estas tácticas transferibles a campos en los cuales el éxito es improbable. Como cuando —por ejemplo— el estructuralismo «salido de madre», desbordado de su cauce y olvidados sus modestos orígenes lingüísticos hasta hacer profesión filosófica, nos viene a decir, poco más o menos, que cree en la tela sin creer apenas en la araña. Se casa el estructuralismo un día, para divorciarse al siguente, con el marxismo que, sin fe en Dios, descubre un paraíso a cien o doscientos años vista. Si bien, para desechar cualquier esperanza, están las apelaciones a un freudismo a ultranza. ¿Para qué? Para dragar con su sonda el subconsciente y así embarrar el rostro del hombre que antes nada más se creía pecador y ya más acaba en monstruo. Pero, en otra orilla, Bultman y sus adeptos intentan el consuelo con su «salvífica» devoción (?) a un Cristo en la niebla, hecho de niebla, para la niebla. Y llaman desmitificación a esto. Desmitificación para la «autentificación».
¿Fragmentos de verdad? Aluvión de verdades rotas. Mundo discontinuo, deshecho que después de abominar de la razón no quiere volver al misterio. Claro que pesa mucho un mundo así. Pero no es que el mundo sea así. Es que hay —en no pocos filósofos, artistas, dramaturgos, poetas y falsos profetas— la obsesión por un mundo así. Pero la gente corriente no es así. Y por eso quedan motivos para el optimismo. Y posibilidades para la cariátide.
|