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EXPERIENCIA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 7 de octubre de 1976

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En una novela leída ahora de Mercedes Salisachs, un muchacho dice enfadado: «Todos tenemos derecho a la experiencia». Tiene razón, pero es que cada cosa llega a su tiempo. No se puede ser bisoño y veterano a la par. Cada estado de la vida tiene sus ventajas y, por eso, cualquiera tiene derecho a la primavera y, también, al otoño, pero sucesivamente. Lo costoso, casi lo imposible de conseguir, es un otoño en primavera. Vivir con ilusiones frescas es bueno. Vivir con sapiencia madura es, igualmente, estimable. No obstante las flores son para olerlas y las manzanas o las granadas son más bien para comerlas. Se tiene —todo el mundo tiene— derecho a la experiencia, pero hay que esperar. El jovencito de la novela, estupendo proclamador de «todos» los derechos humanos, considera una especie de injusticia la ventaja de su padre de haber vivido ya bastantes años. ¿Qué es mejor? No es mejor o peor nada. Todo es bueno o malo nada más. Querer que las cosas, además de buenas, sean mejores que las de al lado, que, además, de malas, sean peores es mucho ambicionar. También en política los centristas puros desean ser a la par de derechas y de izquierdas. Es decir, desean más que llevar razón, tener mejores razones que la derecha y mejores que la izquierda... Bien; es bueno que las dos manos (la derecha y la izquierda), colaboren en el trabajo. Pero la naturaleza sería absurda dotándonos de una mano intermedia.

Claro que hay dos clases de experiencias —volviendo a la experiencia—, la personal y la impersonal. Por ejemplo, los conocimientos que nos da la ciencia, e incluso la misma historia, son experiencia acumulada o almacenada de la que cualquiera puede hacer uso cuando quiera. Así hay mucha gente que conoce —como dice Amiel— sin haber apenas vivido. En la juventud se da mucho esto. En ocasiones también aún sin llegar a la juventud se dan niños prodigio, más bien niños de barraca de feria, niños monstruosos, que se lo saben todo. Se apresuran a encerrar en sus graneros toda la geografía, toda la física y toda el álgebra. Es un peligro para cuando sean un poquito mayorcitos. Van a alcanzar la edad de adultos, o de semi-adultos, creyendo que no sólo han llegado a todas partes sino que de todas partes vuelven. Pero tanta instrucción les ha impedido a lo mejor incoar el atestado del propio conocimiento. No han tenido tiempo, a fuerza de enterarse de todo, de informarse de quiénes son. Carecen en suma de la experiencia personal. Los libros y los profesores, y lo que ven, y lo que oyen, les ha puesto en condiciones de tomar el pulso —vamos a ser un poquito exagerados— a la filosofía de nuestro tiempo. Pero, ¿saben el número, el ritmo y la cantidad de sus propias pulsaciones?

Es un problema todo eso de la cultura. Abundan, hoy más que nunca, no me canso de repetirlo, los «beatos de la cultura». Los que creen que con pomaditas y baños y recetas de ciencia nueva o vieja, se remedian todos los males del mundo. Los beatos de la Cultura, se rasgan las vestiduras cuando se encuentran con un señor que escribe beso con uve u horno sin hache. También se escandalizan cuando se encuentran con un panadero que no sabe quien era Arquímedes. O un ingeniero que confiesa que no le gusta Shakespeare. Todo eso es lamentable, pero no para tanto. Quizás lo fundamental es que todo el mundo acierte con la sonrisa a tiempo.

Yo creo que hoy abundan las gentes con mucha ciencia y poquísima educación. Que han adquirido la experiencia de la vida en el ambiente lleno de miasmas impersonales y no en las raíces de su propio y exclusivo crecimiento. Yo creo que hay que pretender Sabiduría, Prudencia, Discreción, Bondad. Pero para todas esas sabidurías no se necesita ser muy sabio.

Cuando se tiene verdadera experiencia, entusiasma mucho más la charla de café amistoso que el simposio sobre cibernética. Y más la alegría dorada de melancolías que el urgente y avasallante placer. Y más la belleza lejana que el dinero inminente.

Y etcétera.