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Después de un buen sueño —sueño largo, ancho y profundo— cualquiera reanuda el hilo de su vida con optimismos y empuje. El «no he dormido bien» es antecedente de infinitos pequeños desastres, desde el dolor de cabeza hasta el «cambio de dirección» en el gesto que iba hacia la sonrisa y se queda en mueca neutra —más bien antipática— del que oye sin entender, ve sin mirar o... palabrea sin hablar. Pero, además, el buen sueño suele tener por epílogo un agradable «ensueño». En las simas del sueño profundo, la persona se pierde en una oscuridad, en una inconsciencia misteriosa, casi en una muerte. Y es cuando ya vamos a despertar, cuando al ir emergiendo de nuevo el yo entre la bruma tomados conciencia del regreso..., es entonces la hora de ese tornasol psicológico en que ni dormimos ni estamos alertas. Tornasol propicio para que la fantasía sople su brisa, sesgando las ideas obedientes a un ventalle lírico. Puede que esos «ensueños» con que termina el sueño constituyan algo así como el aliciente, el estímulo, la «prima» para acometer con ganas la jornada y cimentar el día que empieza con una dosis de buen ánimo. Claro que, por el contrario, otros sueños concluyen en «pesadilla». En la pesadilla, el yo, próximo a amanecer, tiene que soportar no sé qué borrascas que avanzan desde el océano del subconsciente con intención de desarbolar la flota de nuestros propósitos, guardaditos durante el sueño, pero ahora dispuestos en alineación de combate. Porque cada jornada que nos regala el Señor nos trae un combate. ¿Lo comenzamos con el sabor amable del ensueño reciente o con el amargor de la pesadilla? Que haya suerte...
De todas formas, pasados sueño, ensueño y pesadilla, se impone el estar despierto. Y bien despierto. La vida es, al par, espectáculo y tarea. Paisaje que hay que mirar con enamoramiento y trabajo que debe acometerse con coraje. La vida, para abrir los ojos y las manos; para levantar deseos. Para usar la risa y el lamento en sano equilibrio, porque, ¡ay del hombre que sólo quiere la risa! ¡Y pobre del hombre que se empeña en creer que el «valle de lágrimas» es puro desierto sin arroyos y sin flores! Estar despierto es misión trabajosa, y por eso las treguas del sueño y del ensueño. Estar despierto es afrontar la existencia en todas sus dimensiones. Y no basta, por tanto, el salir del sueño y levantarse de la cama. Urge caminar con visión firme, con paso decidido. Y ¿está despierto quien camina sin saber dónde va? ¿Salió decididamente del sueño quien, creyéndose en «plena faena» se debate en confusiones, titubeos, zozobras, temores? Es una ciencia el despertarse del todo, el despertarse de verdad. Cada mañana, ¿no debiera la mente de cada hombre trazar sus coordenadas? Eugenio d’Ors decía que, como primera providencia al empezar la jornada, urge un cuadro sinóptico y una oración. Sinopsis preparatoria que agaville ideas con vista a la eficacia del pensamiento y del trabajo. Sinopsis que resume y no programación difusa que derrama. Y, además, oración para que el quehacer no se condene a sí mismo en régimen de secano.
¡Estar despierto! Insisto en que no deja de ser cosa difícil y compleja. Quizá hay quienes asimilan el «estar despierto» del hombre y el estar despierto de la ardilla. Y no es eso. Cierto que el vivir demanda un movimiento. Pero si a la ardilla, para moverse le basta el desplazarse, al hombre no. Las mejores procesiones del hombre van siempre por dentro. ¿No confundimos con esto de la «actividad»? ¿No existe aquí un «quid pro quo»? Hay espíritus sedentarios siempre al volante y a una velocidad de ciento veinte. Hubo —¿hay aún?— espíritus de una inquietud prodigiosa y que, sin embargo, no salieron de su ámbito. Como Kant que, según cuenta, no viajó cincuenta kilómetros más allá de Konisberga. O como los místicos —torrencial actividad interna— que no dejaban nunca su celda porque desde su celda veían el sol, el campo y las estrellas. «¿Y, qué verás —les recordaba el Kempis—, que verás en alguna parte que aquí no veas?». Ciencia y técnica del «estar despierto» para entrañar de verdad al mundo en sus repliegues íntimos, y para conocerse sin descanso. Porque falta siempre tiempo para ver y comprender. «Ars longa, vitae brevis». Y quizá nunca estamos lo suficientemente vivos. Y toda la modorra que nos trae el no despertar del todo, ¿no viene de esa superficialidad frívola de vivir en la corteza de la vida, enviscados en los flujos, en las gelatinas del aburguesamiento cómodo?
Pero tan difícil es el «estar despierto», el estar atento a la plural e innumerable vida, tanto puede fatigar, que un profesor de Nottingham —Stuarte Lewis— ha propuesto, como remedio, la técnica del «soñar despierto». No basta el sueño del estar dormido seis u ocho horas. Durante la vigilia la mente necesita también periódicas evasiones porque las ondas encefalográficas del sueño aparecen, según el profesor, cada noventa minutos. Y por eso estima que, para evitar neurosis y estados de ansiedad, urgen los sueños en plena vigilia. Pero, ¿cómo? ¿Cómo soñar despierto? Ello requiere una técnica especial cuyo «manejo» no aclara el profesor de Nottingham. ¿No se reducirá esa técnica a la búsqueda y procura de un tantico de poesía y de amable locura? Lo útil, lo funcional, lo práctico, nos están descoyuntando el espíritu en este mundo de pragmatismos. Horacio aconsejaba: «Disuelve en tu cordura un grano de locura». Hay que ir pensando en este específico «un grano de locura» que es casi lo mismo que un grano de poesía. Hay que ir pensando en este específico idóneo, tanto para dormir, como para ensoñar, como para estar despiertos.
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