|
Creo que la Semana Santa no es una semana del tiempo. Quizás, más bien, es un punto de mira y una perspectiva para entender, interpretar o, inclusive, desdeñar al tiempo. Depende. Hoy, precisamente, cuando los relativismos están de moda, recuerdan estos siete días a las verdades. Pero a las verdades absolutas. Las que no se limitan a insinuar; las que no amagan, las que no sugieren simplemente, sino las que afirman; las que nos atornillan —por así decirlo— a ideas y creencias. Las que nos piden fe y no opinión. Las que, de manera rotunda, reclaman el sí o el no. Los cristianos podemos diferir en bastantes cosas: podemos estar situados en diferentes planos mentales, sociales, políticos. Y, sin embargo, ante el Hecho de Cristo Resucitado, no caben equívocos ni ambigüedades. Ni relativismos. O somos o no somos. Y aquí las palabras del mismo Hijo de Dios: «El que no está conmigo, está contra mí».
Si somos cristianos, nos compromete la Verdad de la Redención. Y ya no podemos decir —de ninguna manera podemos— que el mundo es absurdo. Ni podemos coquetear —por mucho cartel literario que eso dé, o por mucho que se lleve— con los existencialismos de la angustia de maquillaje, tan rentable. Los cristianos creemos en un manojo de verdades trascendentes. Y eso nos impide la desesperanza. Y eso, ¡que remedio queda!, nos lleva al Catecismo, y nos devuelve la oración de nuestra infancia, y nos promete el Amor. Aunque eso, nos impide por ejemplo, escribir novelas de éxito editorial con nihilismo al fondo. Aunque eso nos aleje, si acaso fuésemos dramaturgos famosos, del «record» de taquillaje que proporcionan hoy los experimentos dramáticos con blasfemia y pornografía como paisaje.
Hay gentes que quisieran un cristianismo desenganchado de sus dogmas, es decir, de sus quicios, de sus bisagras, de sus fundamentos cardinales. La Semana Santa nos recuerda que Jesús no era un profeta, ni un reformador, ni un poeta, ni un político, ni un guerrillero defensor de los derechos de la persona. Cristo, verdadero Hombre, es verdadero Dios. Entonces, no tiene sentido un Cristo expirante en la Cruz, si limitamos su Sacrificio al de un testigo cualquiera. O si hablamos frívolamente de la Redención, como de una ejecución injusta más. Por Dios, no achiquemos el Drama del Calvario. No nos encandilemos como Renán —y eso lo hacen ahora algunos cristianos— con un Jesús modelo de virtudes humanas (humanas, solo humanas), suavísimo y sapientísimo, pero a través de cuyas perfecciones no se quiere ver su Persona divina. Este error es antiquísimo, se está cayendo de viejo. Este error tiene la misma edad que la Verdad de la que se aparta. Pero hoy, con subterfugios, con eufemismos, este tremendo error quiere ponerse en el candelero. Lo están poniendo (y de una manera tanto más nociva cuanto más equívoca) todos cuantos omiten la palabra redención, y la palabra pecado, en sus apologías. Yo no sé qué sentido puede tener el Viernes Santo si no hubo y si no hay pecado que demande el remedio del Sacrificio, el antídoto de la Redención.
Pero —esto se ve— el Viernes Santo estorba a muchos cristianos. Estorba a todos cuantos no quieren hablar de cruz, de renuncia, de sacrificio, de penitencia. Estorba, especialmente, a todos cuantos quisieran una religión vacilante atenta más a los cubileteos temporalistas que a las verdades que se ciernen por encima del tiempo. Estorba a los cobardes que prefieren siempre la transacción, la verdad media —¿qué es verdad media?—, la moral media —¿qué es la moral media?—, la postura media. Estorba a los timoratos de un cientifismo o de un logicismo que confunden la Verdad con lo verificable; que de todo hacen problema cuando más bien —según enseñaba Gabriel Marcel— todo es Misterio. Estorba a los necios de corazón, a quienes no quieren conocer cordialmente; a los que ignoran que el Amor es la mejor fuente de conocimiento.
La Semana Santa, no es del tiempo, porque juzga al tiempo. Desde niño, cuando mi padre me llevaba a los Oficios del Jueves Santo, desde que en la mañana del Viernes Santo el morado de la procesión del Nazareno se me entraba de rondón por las avenidas del alma, me ha acompañado, año a año, la intuición de que estos siete días son genuinamente sagrados, auténticamente religiosos. Significan el despegue de lo cotidiano y la adivinación de Dios al margen de los inútiles, pertinaces, torpes cuidados y trabajos que nos asfixian el espíritu. Tengo que discrepar ardientemente —me lo pide mi conciencia— de todos cuantos, quedamente, paso a paso, desearían convertir la Religión en un humanismo, desguazándola de sus fundamentos, desatornillando sus dogmas, diluyendo su moral, desatando sus exigencias, problematizando su fe, secularizando su esperanza y desvirtuando en malas traducciones su Caridad. Yo soy un mal cristiano, como cualquiera. «Siervos inútiles somos», repetía con frecuencia Tomás de Kempis, recordando un verso de la Escritura. Porque es absolutamente cierto que los cristianos no estamos nunca a la altura de nuestra Fe. Y que nuestra conducta, en continua avería, no funciona al ritmo que nuestros postulados le imperan. «Siervos inútiles somos», pero es necesario —por lo menos y por lo pronto— que nos reconozcamos en el mejor sentido de la palabra siervos. Siervos del Cristo Crucificado y Resucitado. Siervos y no, simplemente, admiradores. Siervos y no... camaradas. Porque El no es la Super-estrella para el entusiasmo de unos “fans”. Y no es el obstinado reformador de unas estructuras políticas o sociales. Ni es el soñador, capitán de poetas. Ni el abanderado campeón de unos derechos o de unas reivindicaciones.
Todo esto sería poquísimo. Todo esto no merece un Viernes Santo ni un Domingo de Pascua. El es el Hijo de Dios, hecho Hombre, que muere en la Cruz para redimirnos y ganarnos para la Inmortalidad. Y que resucita al tercer día de entre los muertos como garantía de que su doctrina y su Obra es la clave de la Historia.
Naturalmente solo así tiene sentido el Viernes Santo y el Domingo de Pascua. Ya que únicamente lo sobrenatural da carta de naturaleza a la Religión. A la Religión que, por supuesto, acarrea muchas y gravísimas obligaciones temporales; pero como consecuencia de la creencia cristiana en la trascendencia. Todo lo demás es edificar sobre arena. Y, ¿qué pasó a quien quiso edificar sobre arena? El Evangelio lo cuenta clarísimamente.
|