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Como a esos niños que piden siempre oír el mismo cuento, suele ocurrirnos que nos agrada ver reiterados, en el tiempo, los temas invariables de nuestra tradición. Se escapan muchas veces las cosas queridas, en una aturdida impaciencia; y nos entristece la frágil virginidad de la ilusión, raptada en su imprudencia, por fingidos galanteos del engaño. Y, por eso, en la atropellada incongruencia de los sucesos, al sentirnos arrollados por la barahúnda premiosa de la vida, nos gusta encontrar algo eterno, fijo, que sea, en su misma inmovilidad, como un símbolo de esa eternidad a la que asir nuestros difusos anhelos infinitos.
Ahora hemos vivido los ubetenses uno de nuestros días clásicos. La Virgen de Guadalupe ha sido trasladada desde su Santuario al pueblo de su patrocinio. Se ha repetido una vez mas el tema invariable de la tradición... La ciudad ha vibrado de religiosidad en esta fecha tan nuestra, que es, como si dijéramos, un lugar común para la piedad, pero lugar común lleno de belleza y de líricas asonancias inmortales.
Y ¿qué impresión hemos sacado de la fiesta? «Todo igual». Es esto, a mi entender, lo mejor que se puede decir de lo tradicional. Y es ésta, la más expresiva ponderación de nuestra romería de la Virgen, decir que resultó «como siempre». Mientras la comitiva subía la agreste cuesta de Guadalupe, en esa hora casta del amanecer, cuando todavía la naturaleza no ha sufrido la ardiente violación del sol; al ver la urna oscilante de la Virgen pequeña, mecida a hombros de los devotos, atravesando los trigales entre verde y oro, inundados de trecho en trecho por la picardía roja de las amapolas... yo pensaba en las generaciones desaparecidas y en las generaciones venideras; en nuestros abuelos y también en nuestros nietos. Aquellos, que habrían ya visto, año tras año, estos mismos olivos rugosos al borde del camino, retorcidos sus troncos en un ansia ascética atormentada; como los verán quizás también los que han de venir, cuando ya nosotros no estemos. Siempre este camino, siempre estos olivos rugosos, perennes, silenciosos, espectadores de nuestra Fe.
Todo igual. También en Santa Eulalia, donde como los demás años permaneció la Virgen hasta la hora de su traslado. Es este el día grande del lugar, el día en que se rompe, en un estrépito de ruidos, de músicas, de gritos, el silencio ecuánime de la aldea. Santa Eulalia es en esta fecha, una aldea habilitada de ciudad, irrumpida en su quietud por el tumulto urbano. Los lugareños, con sus trajes majos, observaban con un mirar sonriente esta invasión exaltada. Estos jóvenes alborotadores, estas gentes que hablan, comen, bailan, ríen, gentes que por unas horas al menos se olvidan de todo lo que no sea la romería, la fiesta de la Virgen.
Todo igual. También la llegada de la Virgen a Úbeda. Idéntico entusiasmo que años anteriores. Gran cantidad de público en la carretera de Vilches. Los mismos «vivas», las mismas aclamaciones. Nada hay que pueda aventar el rescoldo de nuestra Fe, que vuelve a arder en llamaradas de luz para el entendimiento y de calor para la voluntad.
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