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Es curioso que uno de los mayores estorbos para ver bien al mundo, la vida, las cosas, nos lo «organizamos» nosotros mismos. Sería más diáfana, más veraz, una mirada amplia sobre el contorno; tendría más belleza, más profundidad y más objetividad un pensamiento o juicios surgidos como efecto de esa mirada, si esta máquina de egoísmo que más o menos somos todos no triturara o al menos deteriorara con su prisa el despliegue sereno de las realidades.
Pero la realidad es entidad que funciona por sí misma, según sus postulados, y nosotros empleamos una gran parte de tiempo, de actividad y de ansia, en que la realidad se alinee en favor nuestro No es posible. Y sin embargo cada mañana nacemos con la ilusión. Sin que importen chicos o grandes desengaños. ¡Ah! Es que la vida puede ser un juego y precisamente de equivocaciones, como presentía Shakespeare. ¿Nos equivocamos con la alegría que brota como un manantial inesperado en los recovecos del suceso jocundo que aparece juguetón, como aquel arroyuelo que «estropezaba entre las pedrezuelas» en los diálogos vernales de la huerta de Fray Luis de León? ¿Nos equivocamos, también, con el dolor que súbito, en la encrucijada, nos acongoja amenazándonos, cerco sin remedio? ¿Resulta luego, en cambio, que los gustos cuyo zumo nos embriagaba en promesas, se hace hiel? Y la tristeza, cuyo cáliz presentíamos no poder pasar, ¿cómo transmuta inesperadamente sus sabores y se tornan júbilos los desalientos? Querríamos la clave de nuestra felicidad nada menos —y para ello la máquina egoísta trabaja sin tregua— ¿y qué conseguimos? Hay un lema cesáreo, ambicioso: "O todo o nada". Pero no es así, no podemos proceder por exclusiones. Lo humano, lo ajustado a la realidad, sería aspirar al “De todo un poco”. En todo hay verdad. Ni el placer ni el dolor —al fin «accidentes»— nos definen. Por eso decía, al empezar este trabajo, que es cada hombre quien a sí se estorba cuando se organiza su programación vital en el vacío. En el vacío; quiero decir cuando utópicamente piensa que al interés propio puede someterse la constelación compleja del mundo.
Las equivocaciones entreveradas con los aciertos constituyen precisamente al mundo como confusión. Porque no es confusión, es claridad, el cosmos creado por Dios. Pero el mundo-mundo (lo que señala el catecismo como enemigo del hombre) es como una agregaduría de factores dispares, de ideas, de sentimientos, de sensaciones y sobre todo de cosas que, dispares, desconciertan.
¡Qué misterio! El hombre concierto (alma, cuerpo, espíritu) está llamado, diríamos, a ejecutar su tocata, a pulsar su arpa. Finísima misión. Difícil. Dificilísima. Porque casi sin fallar aparece luego el ruido.
Música, ruido; verdad, error; júbilo, tristeza. Todo viene. Pero no elegimos nosotros el momento de cada estado de ánimo. Nos eligen a nosotros los estados de ánimo.
Distinguían clásicos entre ánimo y ánima. ¿Qué es, que está más dentro de nosotros, el ánimo o el ánima? Alude el ánimo, más bien al espíritu —«vir» de las cosas—, al espíritu intuitivo y discursivo, perceptivo y lógico. El ánima, menos dinámica y dialéctica, subyace permanencias y asume fervores.
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