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NADIE ES GENTE

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 17 de mayo de 1969

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Schiller no podía trabajar sin el olor a manzanas podridas; tenía siempre una buena provisión de ellas en uno de los cajones de su mesa. Y en cuanto a Napoleón, además de tolerar —solo tolerar— la música, odiaba el perfume en las mujeres. Gustos difíciles. Pero sólo son conocidas y publicadas las anomalías de los grandes hombres, es decir, nada más que se divulgan las extravagancias de los genios. Las de los demás, las de todos nosotros, permanecen más o menos en el anónimo, no transcienden de la familia. Mejor es así. Sin embargo, interesaría resaltar que el catálogo de anormalidades —chicas o grandes— en la humanidad es interminable. Así nos libraríamos del mito del hombre medio, cauto, moderado en sus afectos, corriente en sus gustos, templado en su ideología, equidistante en sus juicios. Porque, ¿de verdad, de verdad, existe en alguna parte el hombre medio?
Siempre se produce una sorpresa cuando se trata al pretendido hombre medio. No es sólo que su coeficiente de rarezas sea, en cualquier caso, más elevado que el que nos suponíamos. Es que, también, su carga afectiva o su carga ideológica —cuando se las comprueba en la intimidad— se manifiestan ajenas al canon preestablecido. Es cierto que determinadas líneas maestras de vulgaridad, presiden el comportamiento en bloque de las gentes, y que parece como si sus pensamientos y sus actos obedeciesen a normas comunes, a sentimientos agrisados, a obtusos raciocinios.

—¡La gente, la gente!, ¡cómo es la gente!

He ahí una frase que todos comentamos con frecuencia, asignando a la mayoría un sumum de necedad o estupidez. Pero, si se analiza, hay que conceder que así como las rarezas no son propias en exclusividad de los grandes hombres, tampoco hay por qué pensar que únicamente los sabios saben y que nada más los artistas tienen sensibilidad. De hombre a hombre, hay siempre menos abismos que los que saltan a la vista. Y no por otra causa, sino por la sencilla razón de que —a menos que un propósito preconcebido de originalidad imprima en el atuendo, en la postura o en el gesto un tono distinto— todos solemos aparecer bañados de purpurina convencional; todos nos desvirtuamos adoptando el tono de la gente, los gustos de la gente, las ideas de la gente. Tonos, gustos e ideas que aparecen por fuera, que saltan a la vista, pero que sin embargo, no responden a nuestro personal talante. De ahí que todos somos gente y, al par, individualmente, uno a uno, nadie se siente mal.

El hombre medio, ya se entienda el concepto peyorativamente (hombre vulgar), ya se estime desde otra vertiente (hombre normal), apenas existe fuera de las estadísticas. Creo que si anotásemos cuidadosamente las reacciones sinceras del hombre medio, ante cualquier situación o suceso, surgiría lo inesperado. Comprobaríamos que los resultados casi nunca coinciden con los pronósticos. Nadie acertaría la quiniela de catorce. ¿Razón? Hay más facultades ocultas de las que nos figuramos en quien menos nos figuramos. Hay más gustos raros que los que se manifiestan. Más manzanas podridas de las que podemos imaginarnos, en los cajones de los despachos. Y también, como contrapartida, más pasan por adocenadas; más de lo que permite adivinar el enjabelgado común de gente con que todos blanqueamos nuestro peculiar talante.