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En la convergencia del fervor ―que es espíritu― con la liturgia ―que es letra―, está el día del Señor.
Úbeda, ha celebrado, en todo tiempo, esplendorosamente, esta magna fiesta católica. Para la procesión del Santísimo contaba Úbeda con aquella custodia, regalo de la azafata María de Molina, cuyo viril cuajado de piedras preciosas constituía un orgullo legítimo de la ciudad.
Es bueno en estas tardes de junio, a la hora del crepúsculo, penetrar en la Iglesia Mayor. Lo sabéis; es un placer espiritual, uno de esos placeres puros, sin adherencias, que tan difíciles son de gustar... La iglesia, en la penumbra, huele a nardo y a incienso. Acaban de reservar al Santísimo, después de los cultos de la Octava y flota en el ambiente esa fragancia inconfundible que trasciende a cirio, a armónium y a capa pluvial... En el altar de la Virgen hay flores restallantes, luminosas; al pie del altar están las muchachitas devotas, esas muchachitas que al entrar se han puesto sus manguitos... Más allá y más acá las viejas bisbiseantes; y los jovenzuelos del bachillerato, con el libro debajo del brazo, que entran en pandas, de los que enseguida se advierten que vienen a pedir «salir bien de los exámenes»; y las parejas...
Octavario del Corpus... En la Plaza de Santa María —¡golondrinas!— ha encontrado «su» momento. Se desmaya el día. Suena el «Ángelus»... Un rosario, lento, de devotos, cruza los umbrales de la Iglesia Mayor. En la misma puerta, la muchacha que se sujeta con unos alfileres el velo que levanta la brisa...
—Pero, ¿ha visto Vd. que día?
—Nunca por San Juan... nunca por San Juan ha hecho tanto calor.
—Bueno, eso se lo dirá Vd. a todos... a todos los años... ¿no?
ANSELMO DE ESPONERA
Ver original en la Revista Vbeda
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