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LOS NIÑOS EN LA SEMANA SANTA

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Año 6, Núm. 63, marzo de 1955

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Para los niños, la Semana Santa no es, todavía, una tradición. A nosotros, la tradición nos resulta bella porque en ella vemos una copia fiel, más o menos inalterable, de añejas emociones de añejos tiempos. Pero corremos el peligro de que estas emociones se vuelvan membranosas, se enquisten bajo la odiosa caparazón del tópico. La tradición de siempre —¡ay!— suele confundirse con el tópico de siempre...

No así en el alma de los niños cuya sensibilidad, aún no apelmazada por la costumbre, dispone de un contingente de ilusiones vivas, de ilusiones libres, sin lastre y sin marchamo. Ellos ven la Semana Santa desde su punto de vista, iluminado de fantasía, rociado del claror de lo inédito. Y viven por eso sus emociones de estos días en su pleno vigor directo, sin atenerse a los reflejos que el pasado puede proyectar sobre una actualidad cabrilleante de recuerdos.

La misma trascendencia religiosa de la Semana Santa, que llega a nosotros filtrada y decantada a través de una sedimentación de cultura, de exégesis y de aportaciones artísticas, se presenta a los chiquillos en su trágica significación esencial. No es que nosotros los mayores, al considerar la Pasión del Señor, nos apartemos de la Verdad y nos sintamos influidos, necesariamente, por ideas ajenas al Drama del Calvario. Sin embargo, profesamos un culto a lo accidental que nos estorba, frecuentemente, la piedad y el fervor. Ya, ante los Cristos y ante las Dolorosas procesionales nos acomete el prurito de sentirnos «críticos» con una dosis de pedantería mayor o menor, según los casos. Y no es raro que, ante el «paso» iluminado, joyante y espléndido, resbale la misma emoción religiosa que se detiene o se enreda en lo accesorio, en lo circunstancial.
Los niños miran las imágenes procesionales con unos ojos más limpios, con un interés sin mediatizar. No asocian su consideración piadosa a otras consideraciones. La procesión es, para ellos, ante todo, una procesión. Y su profundo significado penetra incontaminado por todos los poros de sus almas. Perciben la manifestación religiosa de una manera sintética sin parar mientes en todas esas cosas en que nos fijamos nosotros al presenciar el cortejo: en que hay un hombre detrás de cada penitente, en que el artista falló al interpretar tal o cual rasgo del Cristo, en que existe o no existe disciplina en los cofrades, en que es magnífico o deleznable el juego de los rasos y de las túnicas. Ciertamente, ven todas estas cosas accesorias pero sin analizarlas, sin desmenuzarlas. Por eso la procesión, produce en ellos el efecto perseguido: les deslumbra, les admira, les enciende la fantasía. Y todo el atuendo procesional les prepara un «clima», un ambiente que favorece, ineludiblemente, el brote fervoroso.

Mirad los «penitentillos del guión». Vienen delante de la procesión, junto al estandarte, jubilosos de vestir su túnica o su corona de espinas. Quizás no han dormido durante toda la noche, pensando en la gran «aventura» de vestirse de nazarenos. Verles, como absorben con su mirada, con su actitud expectante, esponjado su espíritu, la emoción sacra y maravillosa del momento. Esta sensación de plenitud religiosa que, sin ellos saberlo, experimentan, va a dejar un inquebrantable fondo de piedad en sus vidas. Ahora su fe es limpia y sin complicaciones... Cuando lleguen a mayores, cuando se entibien sus fervores y su fe, quizás, enferme, fermentará cada Viernes Santo, cada Jueves Santo, en el fondo de sus almas el recuerdo de infancia, transido de auras religiosas, referido al día en que ellos, al lado del campanillero, marcaban el paso en la procesión, con toda formalidad. Y quizás este recuerdo, les redimirá. Y su fe volverá a ser del todo limpia.