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Siempre está Dios. Pero en Semana Santa se anuda, se enreda en el mecanismo de la existencia de cada uno. Nunca como entonces Él es comida y bebida y su presencia se clarifica. Miembros del Cristo místico somos, y esta fe se tangibiliza, en convicción cercana a la evidencia, al sentirnos inmersos en el sublime aluvión litúrgico de la Semana de Pasión.
Todos llevamos dentro, sin estrenar, al «hombre nuevo»; al hombre nuevo que queremos ser. En nuestra carne y en nuestra misma alma —en las ideas que se oxidaron, en las costumbres viejas, en la concupiscencia que como una humedad malsana invade el habitáculo de la propia vida, en la pereza, en el egoísmo...— el hombre viejo se afinca, se agarra... impenitente. No deja espacio ni tiempo el hombre viejo al hombre nuevo que, inédito, aguarda su ocasión...
Pero Dios, desde su altura, está, en todo momento, alentando, estimulando al hombre nuevo: quiere Dios imprimirlo, editarlo, publicarlo; le aguijonea para que se lance, por así decirlo, a la palestra; le invita, en fin, al combate, denodado y ardoroso contra el pasado que como una alimaña se cobija en los reductos oscuros de la «tradición», entiéndase esa «tradición» de pecado que obstaculiza generosidades y disipa optimismos.
Y es en la Semana Santa cuando Dios, asumiendo el Dolor en su Humanidad amorosa, urge en una especie de ultimátum, la entrega confiada del hombre nuevo. Es la Redención. Él lo pone todo para que sea abatido el mal que se engarfia, obstruccionista, en nuestros propósitos. La Redención es la Suprema ayuda para que la criatura se incorpore, se levante y comience la renovación deseada y necesaria.
No otro es el sentido dela penitencia cuya vigencia no puede cesar por grande que sea el «avance de los tiempos», y cuya necesidad es tan perentoria en el siglo XX como en el siglo... XIII. El penitente no es sino el «hombre nuevo» que castiga y humilla al hombre viejo: no es sino el presente vital —rejuvenecido en la Verdad— que flagela al pasado pecaminoso, al ayer personal sumido en la tiniebla.
Dios en la Semana Santa está más cerca. Su divina presencia en el trance supremo de la Cruz, es la cátedra abierta en la que el cristiano se adoctrina en el camino de la Verdad. Pero además es la «fundición» en que se opera la sutil metalurgia que transforma al hombre, eliminado la escoria vieja, para que se levante, ágil e intrépida —«surge et ambula»—, la Verdad.
Es el sentido de la Pascua, tras la profunda desolación del Viernes Santo.
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