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Es una emoción delgada, delgada, la del penitente. Hombre vulgar —u hombre arriscado en las eminencias sociales—, el penitente ha vivido su vida de un año; su desigual vida corriente empedrada, día a día, de discordancias afectivas. ¿Alegría? ¿Tristeza?... De todo ha habido en el hombre a lo largo de su vida de un año. ¿Motivos de embriaguez cordial? ¿Pretextos para el tedio desilusionado, para la difusa melancolía sin contornos? De todo ha tenido el penitente. La Vida es eso: esmerilados faroles de muerte con cera suplicante de dolor... Y al lado, yuxtapuestos casi, los gritos alacres, multicolores, de las bombillas de verbena: la explosión vivida de un arranque jubiloso, la sorpresa fugaz de una emoción tensa, rutilante de fervor. Una vez, la turbia cerrazón opaca del pecado...; otra, la esperanza azul, irisada y frágil, musical y transparente...
Pero ha llegado el Jueves Santo, ha llegado el Viernes Santo y... el hombre se vestirá de penitente.
Hay un pasado maravilloso, sahumado de poesía, que se esconde en los pliegues sutiles de la túnica —morada, blanca, negra, roja— del penitente; hay un efluvio, impregnado de todas las quintaesencias líricas, acogido, tímidamente, al a intimidad recatada de su túnica procesional... El raso satinado, coruscante, para el capirote; los cordones, amorosamente entretejidos por manos monjiles, que servirán de ceñidor; la túnica ancha, grave... Todo está dispuesto delante del penitente. ¿Qué brisa de alegrías rotas, de recuerdos sin forma, de músicas desvaídas, de afectos olvidados, de fervores antiguos, llega, en un instante, viajera de rutas que borró el tiempo, al corazón? ¿Por qué, el penitente, cuando va a vestir su indumentaria procesional, siente apresada su alma por una emoción que no es placer, por una emoción que no es dolor? Y, ¿de qué seda maravillosa está hecho este sentimiento inefable, en que Oriente lírico se han labrado estos afectos acariciantes que, por un momento, han hecho salir al hombre —al hombre penitente— de su trillada carrera, vulgar, amarilla, loca? El penitente medita ante su indumento procesional. Y a la avalancha azul de las memorias inefables, se mezcla, en la mente del penitente, un presentimiento de eternidad: será mortaja grave, esta ancha túnica florecida de reminiscencias.
Gusanos, gusanos, flores, gusanos, flores...
¿Ríe, llora el hombre? Suena la agonía larga de las trompetas... En el «paso» —refulgente de oros profusos— está el Cristo abrumado, majestuosamente divinal, que recogerá su blanca oración.
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