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DEBAJO DEL TRONO (CUENTO DE UBEDA)

Juan Pasquau Guerrero

en Revista Vbeda. Núm. 74-75, febrero-marzo de 1956

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El parentesco de Andrés «El Mijo» con la Semana Santa era muy remoto: un hermano de su cuñado —parece— «se vestía» en la Cofradía de La Caída. Él nada. Él no sabía por qué, al llegar Jueves y Viernes Santos, se hacían estas cosas: estas cosas de sacar a los santos de las iglesias. Ni le preocupaba. Eran muchas las cosas que «El Mijo»no sabía y por las que no mostraba la más mínima curiosidad. Su trabajo adolecía de elemental y penoso; y no era fijo, ni reglamentado. Estaba a lo que saliera... Merodeaba siempre junto a la estación. Como pudiese transportar desde los camiones al almacén, cada día, unos cuantos sacos repletos, o como le cayeran un par de viajeros con maletas, se sentía satisfecho. Ya podía tirarse al coleto, al anochecer, esos vasos de vino preceptivos en su oficio.

El Jueves Santo por la tarde le salió al «Mijo» un trabajillo. El hombre —«uno de esos, de las procesiones»— que ocasionalmente, casi por casualidad, le «contrató» fue explícito:
—Ya lo sabes. A las seis y media en punto en Santa María. Y mucho cuidado, ¿eh?, con aparecer «bebío».

Amaneció el Viernes Santo de Andrés «El Mijo». ¿Un día cualquiera para él? Una de las cosas que «El Mijo» no podía considerar es que esta mañana tenía un carácter emocional; que se trataba de un amanecer ungido de delicada religiosidad, en el que el «ralentí» del alba traía, en sus alas, moradas fragancias nazarenas. Camino de Santa María se encontró con unos penitentes y con mujeres con el rostro tapado y una cruz de madera a cuestas. Las «penitronchas» se dirigían a Santa María y «El Mijo», perezosamente, se decía para sus adentros:

—Habrase visto. ¡Quién les mandará...! ¡Hechas unos «adefesios»!

Y añadió algo peor.

Andrés tenía que ir debajo del trono; este fue su trabajo; era uno de los que tenían que soportar en sus hombros el peso del trono de Jesús Nazareno.

Iba a empezar la procesión.

Desde afuera del trono, una voz gritaba:

—¿Listos?

Y Andrés y los otros respondían:

—¡Vamos palante!

Inmediatamente debió abrirse la puerta del templo. Hubo un silencio instantáneo herido de pronto por la punta de lanza de una música suave. La herida abierta del «Miserere» brotó durante unos minutos una melodía como de seda. La plaza se sintió inundada de violetas invisibles. Las almas de las gentes que presenciaban la salida de la procesión sintieron una caricia: una de esas caricias que ponen burbujas de frío en el espinazo. Los labios rezaban sin moverse. Los capirotes morados de los penitentes parecían asumir fervores luminosos para proyectarlos al cielo. Esta mañana el cielo se acercaba tanto, se ponía tan al alcance de la mano...

Pero Andrés «El Mijo», debajo del trono, ¿de qué podía enterarse? Por entre las faldillas de la carroza se dejaba adivinar el perfume de los incensarios próximos. Él aspiró con toda la fuerza de sus pulmones este olor extraño. Andrés nunca lo había experimentado. Preguntó a su compañero:
—Es un humo que le echan los curas «al santo»— le respondió.

¡Qué raro! Por la noche, Andrés «El Mijo» sintió deseos de ver la «procesión general», en la que iban todos los «santos». Se situó en una esquina. Pasaron las primeras cofradías en impresionante silencio. Andrés observaba cómo en la esquina, las madres levantaban a sus nenes en alto y les decían cuando se acercaba un «paso»:

—Mira, el Señor. ¡El Señor!

Andrés «El Mijo» vio pasar un trono y otro. Casi se impacientaba un poco. Se impacientaba no sabía por qué. El mismo olor de la mañana —el olor del incienso— volvió reiteradamente a entrar dentro de su alma. Porque era dentro de su alma donde entraba....

Y de pronto vio el trono del Nazareno avanzar pausadamente desde el fondo de la calle.

—¡Este es!—exclamó sin contenerse. Con un júbilo del que ignoraba la causa. (¿Por qué él no se había «apalabrado» también con el cofrade para meterse también, esta noche, debajo del trono?)
Jesús Nazareno pasó entre penitentes, entre nubes de incienso, entre gemidos de trompetas, delante de Andrés «El Mijo». Y Andrés «El Mijo» recordó vagamente que, ante los santos, se hacía una cosa en la frente con las manos. Y se santiguó con una maravillosa, conmovedora incorrección.

Y luego, al llegar a casa, le dijo a alguien que quizá era su mujer:

—¿No lo sabías? Esta mañana he llevado a Cristo. ¡A Cristo!—Lo dijo con acento emocionado, espontáneamente.

¿Quién era Cristo? Él todavía no lo sabía bien. Y aquella noche de Viernes Santo, antes de conciliar el sueño, él hubiera querido que alguien se lo explicara.

ANSELMO DE ESPONERA.
Ver original en la Revista Vbeda