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Las necesidades del hombre no son tantas; las necesidades del hombre se cubren en seguida. Pero la verdad es que lo necesario no basta para satisfacernos. En esto, quizás, radique una de nuestras diferencias con los animales. En primer lugar ocurre preguntar: ¿Qué es lo necesario? Aquí, al responder a esta cuestión, surgen ya de seguro las diferencias de criterio. Alguien, demasiado filósofo o demasiado poco ambicioso, puede decir que alimentándose, teniendo que vestir y disponiendo donde alojarse, tiene ya lo necesario. No obstante, es éste un programa vital que ni siquiera va bien con la dignidad del hombre, aunque haya hombres que no disponen ni de eso. Cuando hablamos de nivel de vida, es claro que nos referimos a más altas satisfacciones. Tampoco la «justicia social» puede conformarse con que todos se alimenten, se abriguen y tengan donde yacer. Por ejemplo, la necesidad de instruirse —el derecho a la educación— es perentorio. Y, ¿por qué no?; también el derecho a la diversión. No vayamos a incurrir en la aberración que señalaba el fino sentido crítico de Mingote: Dos señoras vestidas de pieles se acercan aun mendigo que, en una esquina, implora la caridad pública tocando una guitarra... Ya disponen a darle la limosna y, de pronto, una de las señoras se detiene y dice: No sé que hacer. Porque, a lo mejor toca la guitarra nada más que para divertirse.
En la mentalidad de ciertas personas, los pobres no tienen derecho a divertirse. Y ya les parece materia de escándalo que un pobre vaya al cine o se beba un vaso de vino...
No; como el hombre no es una bestia, es urgente que disponga, también, de ratos para el ocio, para la comodidad y para la misma diversión.
Y es natural que cada uno aspire a elevar un tanto su situación. Creo que en eso todos estamos de acuerdo.
Ahora bien; hay hombres que debieran descender un poco en la escala de las satisfacciones, de las comodidades y de las diversiones, para que otros asciendan. Y esto es lo que no «entra»; esto es lo que no se comprende y no se quiere comprender. El fenómeno es universal y no tiene vuelta de hoja: está al alcance de la observación de todos. Reduciéndolo a su esqueleto, para entenderlo mejor, el fenómeno consiste en que es relativamente fácil que un hombre se conforme con seis mil pesetas al mes. Ya es menos fácil que se conforme con diez mil. Y es imposible que se conforme con... cincuenta mil. Se dice que la explicación está en que a medida que nos vamos elevando en la escala social nos vamos creando necesidades nuevas y que, por eso, el déficit es siempre el mismo o es mayor cada vez. Sin embargo, la explicación es un sofisma de tomo y lomo; es una paparruchada si la cosa se enjuicia desde el punto de vista cristiano.
¡El punto de vista cristiano! Ya salió. Pues claro...; salió porque no cabe otro argumento para derrocar al egoísmo.
Todo esto es muy simple, muy elemental, muy sencillo. Es que la verdad es sencilla y clara; no es obra de doctores. Está ahí esperando que alguien se apropie de ella y la esgrima. Está ahí sin complicaciones. Tan poco complicada es la verdad, que nos llega a parecer, a veces, además de simple, una simpleza.
Otra simpleza será, entonces, para el cristiano, recordarle que el sentido de la Semana Santa tiende a convencernos de la renuncia. Porque esta es, quizás, la mejor, la mayor necesidad del hombre: la renuncia. ¿No hay, no se dan, entre los cristianos vidas demasiado frondosas, demasiado abundantes, demasiado suculentas? ¿No hay ocios, regalos, placeres que sobrepasan la tasa, que alcanzan una altura que no está a tono con el nivel de vida que en justicia corresponde a cada uno? Pues la Cuaresma y la Semana Santa creo, tienen para estas plantas humanas, en exceso rozagantes, el oficio de podador. El hombre ha de cultivarse a sí mismo; pero parte esencial del cultivo es la poda. Llevado de su propio impulso, el árbol crece y crece. Hay que aplicarle, en ocasiones, la segur. Llevado de su propio impulso, el hombre aspira a más y más. A más dinero, a más placer, a más comodidad, a más bienestar. Llega el momento en que hay que hacer penitencia.
¡Penitencia! ¡Qué palabra tan rara! ¡Qué mal suena a nuestros oídos! ¡Qué anacrónica!
...Y sin embargo si no hay renuncia —y la penitencia no es sino renuncia— la grasa del placer, de la diversión, del bienestar, del dinero, cubren por entero al hombre de tejido adiposo; le entorpecen para la generosidad; le inutilizan para el bien; le sumen en la obesidad. Hablo de la obesidad del alma. Los médicos hablan a cada momento de los peligros de la obesidad del cuerpo. Los moralistas —paralelamente— debieran insistir en la gravedad del alma gruesa. ¡Ay, a cuantas almas les arrastra la barriga!
ANSELMO DE ESPONERA.
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