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LLUEVE EN LA CIUDAD

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 21 de noviembre de 1974

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Pienso que la lluvia nos vuelve más íntimos y nos amiga; nos une con nosotros mismos. Es estupendo sentirnos en paz; comulgar con lo más antiguo y noble que en el propio ser existe. ¿No es éste el primer paso para complacernos, amigos, de cuanto nos rodea? La envidia, más que tristeza del bien ajeno es mal humor de la infecundidad propia. Mal humor que, de rechazo, arremete contra cuanto advierte en torno. ¡Qué curiosa cosa es el mal humor! Se resiste peor que el dolor. Y se puede vivir con una tristeza siempre a cuestas y entonces, la tristeza se ahorma al alma que la lleva, pero el mal humor es una aspereza interna de la que, en cierto modo, nos sentimos autores y responsables. Por eso nos hace tanto daño.

Está lloviendo. Una lluvia lenta que trae conciencia de nuestros profundos silencios. Una lluvia para darnos cuenta de aquella “música callada” y de aquella “soledad sonora” que yacen bajo el estruendo implacable en que se consuma el eclipse: el “ocultamiento progresivo del hombre” que denunciaba Miguel Delibes. ¿No se habla demasiado del subconsciente? ¿no se pretende hacer de sus erupciones el motivo primario de la manera de ser que termina venciendo, antes o después, a la manera de estar?. Sin embargo, más hondo está el espíritu. El espíritu zona para la paz cuando se le deja, cuando no se le amordaza.

Esta lluvia fina, cernida; esta melancolía de la tarde gris –gris sin remedio–, me inclina a pensar que existen también auténticas represiones del espíritu . El espíritu, más centro que el subconsciente, es magma ardoroso, fluido, versátil. Y cabe argüir que si el subconsciente sufre la censura de la conciencia y del super-yo, el espíritu –aún más oculto, más tapado– soporta una presión, un acoso mucho mayor. Rara vez se siente libre. Siempre es él el censurado. Realmente, el alguacilado es él. No es él el alguacil.

Está lloviendo. Y en la tarde plomiza se lavan los recuerdos. Y todo el pasado, purificado, se nos acerca. ¿Pasó el pasado para siempre? Ciertamente, hay extensiones inmensas de tiempo lejano anegadas en el olvido. Hay un tiempo que se fue irremisiblemente. Pero hay otros ayeres que se nos quedaron, que llenan nuestros huecos, que nos asisten e iluminan. Es lo pretérito que se pasa por el corazón, que eso es el recuerdo : recuerdo. “A soñar, pues, lo que se queda”, escribía Miguel de Unamuno.

Y como no todos los ayeres se desmayaron definitivamente, sino que hay sucesos, lances, emociones que entran a formar parte, probablemente para siempre, de nuestro caudal, acaece entonces que tales vivencias, al incorporársenos, ganan luego en pureza lo que pierden en actualidad. Lo que se queda, desvinculado ya del tiempo, hila y devana la honda textura del alma. Con lo que queda, desprovisto de inminencias y de urgencias, vamos haciendo nuestro patrimonio, componemos las ideas y sentimientos que de verdad son genuinamente nuestros.

Porque no nos pertenecen del todo las sensaciones que, incesantes, nos cercan con su reclamo. La actualidad es sensacional y sensacionalista, tiene color, calor y ruido. Y son esos accidentes los que obstaculizan el oculto ímpetu de lo mío, exclusivamente mío. Y así la actualidad, cuando ya no es actualidad, cuando pasó, se ha llevado lo que es de ella y nos deja lo nuestro. Una cosa es el pasado, y otra muy distinta, nuestro pasado.

No se acierta a explicarlo bien, pero lo experimentamos: una tarde de lluvia nos sitúa en el margen intemporal del espíritu, nos comunica delgada, delicada, misteriosamente con la pura desnudez propia, íntima. Soledad, silencio y un tanto de nostalgia, hacen clima a verdades que no aciertan a sostenerse de pie entre el zarandeo bullicioso de los pujantes días estivales.¿Hay más vida en el verano que en el otoño o en el invierno? Si; se derrama la vida en las madrugadoras mañanas de junio. Pero falta por saber si aquélla vida supernumeraria, desbordada, es mejor que esta concentrada vida esencial a que nos hace regresar la lluvia de una tarde de noviembre...

“Llueve en mi corazón como llueve en la ciudad”, poetizaba Rimbaud. La vida endurece; nos esclerotizan –y quizá nos mineralizan, nos llenan de usos y costumbres opacas, con apagamiento de la luz interior–, nos hacen un poco de piedra, digo, los dolores y alegrías que vienen y van. ¿No sirve entonces la humedad de los recuerdos –la lluvia cordial– para reverdecer primaveras?. ¡Qué paradoja! Se puede uno sentir más joven entre la lluvia ya que ella –la sin tiempo– quita lastres a la persona y la reduce a su limpia agilidad, facultándole para cualquier evasión.

Nadie debe pretender la constante juventud. Eso –decía Keyserling– es casi una obscenidad, si la juventud se entiende como la apoteosis fisiológica de una insultante y avasalladora buena salud. Hay, en cambio, otra juventud de la que se puede seguir viviendo, aun cuando la muerte esté cerca, aun cuando la muerte venga y a por los arrabales, y que no consiste tampoco en la alegría que viene de la carne o de la sangre, sino que más bien procede de la limpieza de corazón. Y está claro que esto de la limpieza de corazón es, en casi todos los casos, un don del espíritu para el espíritu. Y compatible –¿por qué no?– con un bello apagamiento de sutil tristeza.

Yo alguna vez he llegado a imaginar que en Dios se da la síntesis de alegría y tristeza en decantación purísima. Quiero creer que hay en el Señor una alegría sin placer y una tristeza sin dolor; es decir, una verdad esencial de Amor sin accidentes. Y por eso siento no sé qué especie de aleteo divino entre la lluvia.

Está la calle en soledad. Resbalan, uno sobre otro, los silencios. Hay en el alma una apertura de melancolías. Nostalgia de lo que fue. Nostalgia de lo que no ha llegado. Llueve en la ciudad, llueve en el corazón. Y entre la lluvia germina un fervor nuevo, de radio infinito.

Oír, oler, ver, mirar la lluvia hasta lograr quedarnos con su lección.