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¿Hemos llegado ya a «las calores»? Un escritor estableció, para el verano, una graduación térmica bastante pintoresca. Dijo que, de menos a más, cabe distinguir, claramente, entre el calor, la calor, los calores y las calores... Creo que esta clasificación merece un comentario.
El calor, así como masculino singular, parece bastante inofensivo. No es nada. Nada de particular. Es, sencillamente, que un día cualquiera, aunque sea en la primavera, aunque sea en el invierno inclusive, se nos ocurre decir que «hace calor». Y se nos ocurre esporádicamente decirlo porque calienta ocasionalmente el sol a mediodía y el gabán o la gabardina nos sofocan un tanto. Calor, pues, es sino buen tiempo. Buen tiempo irónico y amable. Se trata de un calor –uno solo– casual, más que casual, que viene sin acompañamiento, de incógnito, sin corte, sin séquito. (El verano entero, ¿qué es sino la Corte del calor: una Corte con sus modas, con sus exigencias indumentarias, con su ritual en las costumbres, en la comida y en la bebida?)
La cosa cambia cuando el calor se convierte en la calor. El cambio de género le da, claro está, una peligrosidad. No es un señor que llega confundido, que se equivoca de puerta, que pide excusas por su aturdimiento –eso es lo que pasa con el calor fugitivo de un mediodía radiante de febrero–, sino una señora, o por mejor decir una hembra, que, segura de sí misma, viene a establecerse, a arrojar al invierno como a un inquilino que no paga. El calor se presenta súbitamente en mayo con aires de dueña que trae su requisitoria, su ultimátum: quince días de plazo a la primavera para que recoja sus enseres, sus verdes y sus rosas. La calor es ingrata con la primavera que, al fin y al cabo, le allanó el paso, le preparó el camino. No perdona entretiempos, indecisiones, dudas: amenaza, anuncia su fatal, inexorable dominio. La calor, pues, viene, está unos días aderezando su alojamiento y se marcha, naturalmente para volver reforzada e inapelable.
Y es entonces, en ese periodo, desde que se marcha la calor hasta que vienen las calores, cuando los calores gobiernan. Los calores –masculino plural– suelen ser intensos pero no terribles. Es en junio, generalmente. Los calores, dentro de todo, tienen una tolerancia y permiten, al amanecer y al anochecer los escarceos de la brisa fresca. No tiranizan. Son muchos los calores, pero suelen hacer la vista gorda ante ciertas contravenciones de la «ley estival». A lo mejor una nube traviesa, en la primera quincena de junio, intenta desacreditar la actuación del verano, arrojándole, como quien arroja pepinos o tomates al escenario, unas gotas de lluvia. Pero los calores –varones sensatos– no se enfadan demasiado...
Lo peor es cuando, al fin, el verano pasa a canícula y los calores –gobierno provisional– son suplantados por las calores. Las calores no son hembras: son furias. Ninguna defensa, por lo visto, cabe frente a ellas. Conscientes de su poderío, no admiten objeción alguna. Todo se aquieta, amedrentado, sojuzgado por la dictadura implacable. Las calores inspeccionan cuidadosamente, minuciosamente en evitación de «sorpresas». A sus oídos llega, probablemente, la «denuncia»:
—Dicen que en el parque X de las afueras de la ciudad, una brisa fresca hace sus incursiones a las tres de la madrugada.
Y allá que van las calores –furias– al parque de las afueras de la ciudad, a las tres de la madrugada, a ahogar en canícula la algarada, celosas de su misión. Allá que van a castigar la osadía, la locura, la «conspiración» de la brisa irresponsable...
¡Han llegado las calores! Paciencia, hermanos.
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