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VERANO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. 28 de junio de 1958

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El verano empieza a organizarse a últimos de abril. La junta organizadora del verano sufre –como todas las juntas organizadoras– algún que otro disgusto en mayo. Porque mayo, a veces, resulta un bromista de siete suelas, soplando viento frío sobre los veladores de las terrazas justamente la misma noche que se han instalado las mesas, bajo los toldos, al aire libre. Pero esto no es nada... La junta no se arredra, y ya, a mediados de junio, lo tiene todo preparado: los helados, el botijo, los vestidos estampados, las vacaciones; y la siesta. Todo concurre a esperar la llegada anunciada del calor. El 21 de junio se le recibe oficialmente. Y no se le perdona si por San Juan no empieza a hacer faena.

San Juan. Primera estación del itinerario estival. Euforia. Cerezas. Peras sanjuaneras. Veinticinco grados a la sombra... Todas las bicicletas del Bachillerato en la calle, tras la clausura de los exámenes. «Este año va a apretar, va a apretar», dicen las comadres unas a otras, sentadas «al fresco» en las puertas de las casas, muy satisfechas, aunque no lo confiesen, de este «sofoco», que, la verdad, todavía no es «propio». Las «noticias» de Radio Nacional –son las diez de la noche en el reloj de Gobernación– se desbordan por los balcones abiertos, mezcladas al ruido un poco fanfarrón de los huevos en la sartén y del olorcillo piconcete de los pimientos de la cena. Caramba, caramba, esto es cosa hecha. ¡Verano, veranuelo...! En estos pueblos de Dios, la velada al fresco es ritual. Da la una, replica algún bostezo, y, a lo mejor –tras haber agotado los temas de conversación–, el padre de familia dice lentamente:

―Bueno; la una. Hay que irse entrando ya. Mañana hay que madrugar...

El chiquillo –avispadete él– que ha estado correteando y al fin se ha sentado en el escalón del cancel, señala al cielo y pregunta:

―Papá; ésa es la Osa Mayor, ¿di que sí?

Y la mamá, ufana de tener en la casa un sabio en ciernes, un perito astrónomo, dice con la baba caída de gusto:

―¡Ay, qué chiquillo éste!

Y mañana, a madrugar.
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La siesta. No se sabe cómo, pero todo el mundo encuentra sitio en el verano para la siesta. Pequeño lujo que no cuesta dinero, sino tiempo... ¿Que el tiempo no es oro? Bueno, sí; pero el oro, dirá: «Ahí me las den todas»...

La siesta. Tregua en mitad del día. Prima de descanso. Propinita de sueño. Plus por cargas estivales.

―¡Vaya siestecita que me voy a echar esta tarde! –exclama casi con aire pillo el buen padre de familia, a eso de las dos, mientras comprueba que en la calle, sobre las losas, «está cayendo fuego».

Si no fuera porque, luego, el chiquillo menor llora desde las dos y media hasta las cinco. Y si no fuera porque el mayor –¡maldición!– ya no tiene escuela.

La siesta. Pequeña ilusión burguesa. Bella utopía de las familias numerosas.

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Esta vez uno no habla sino del verano de los pueblos del interior. Porque hay, claro, muchos veranos. Está el verano del «veraneo», con sus numerosas divisiones y subdivisiones de playa y de montaña, con dinero o sin dinero... Y está el verano de Madrid, que es un «bicho»... Esta vez uno nada más ha querido glosar algunos rasgos vulgarísimos del verano modesto de estos pueblos luchando a brazo partido con el calor. ¡Vaya si tiene «mérito»!