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Lo que somos, Dios lo sabe. Nosotros, nada más, nos damos cuenta de cómo estamos. Pero el estar es fungible. Se nos rompe. Y se nos rompe igual, por supuesto, el bienestar que el malestar. El estado de ánimo es como el estado del mar; en su color, son protagonistas los reflejos.
Las personas sensibles son enormemente susceptibles al reflejo; semejan pulidos espejos. Hay, en cambio, individualidades mates; refractarias al contorno vital, malas conductoras, obliteradas en su dintorno. Sin embargo, por vía directa o indirecta, todos acusamos en el misterio interno el misterio de afuera. Y en nuestro actual estado de ánimo —euforia, paz, tristeza, serenidad, ímpetu o nostalgia— hay una influencia decisiva que nos llega e incide, hiriéndonos o acariciándonos (acariciándonos e hiriéndonos al par, a veces), del exterior.
Pero percibir en un instante nuestro propio estado de ánimo no siempre es posible. Con frecuencia nos “distrae” el mismo medio que nos influye. Generalmente, advertimos el agua que resbala más o menos torrencial, y no el agua que nos empapa, que se nos filtra. Quiero decir que nos entretenemos con lo accesorio de los acontecimientos sin mirar, dentro, la huella íntima que dejan. Es necesario una cierta tranquilidad para el saboreo de esta impregnación interna. Por eso, las grandes dichas y las grandes penas nos atolondran de momento; es decir nos distrae la efímera espectacularidad de que vienen acompañados. Es después luego, pasado el fulgor ocasional, cuando nos damos cuenta de nuestro sentimiento y adquirimos contacto verdadero con nuestro estado espiritual.
Un muchacho, súbitamente puesto en aviso, ha llegado desde una ciudad lejana al entierro de su padre fallecido repentinamente. Terminado el sepelio dice al último amigo que se despide:
—Chico; voy a ver si encuentro un rato de lugar, para mi tremenda tristeza. Hasta ahora no he tenido tiempo, créelo: el telegrama, el equipaje, el viaje, la llegada, los pésames, el traje de luto, el entierro... Es mucho en tan poco tiempo. He tenido que dejar las lágrimas para el final…
Estas palabras —que parecen frívolas— de un personaje de Pitigrill, entrañan una significación muy profunda. Expresan la indigencia del espíritu arrollado por los acontecimientos. El destino nos trae muchas cosas prósperas o amargas, pero suele ser tan implacable que nos niega el descanso; descanso para comulgar con el íntimo placer o con la pena íntima que nos trae. Así, lo peor no es, quizá, el motivo del llanto, sino que la trágica inminencia nos acoge con un “No hay tiempo para llorar”. Y lo mejor de la alegría se nos evapora cuando el corcel de la prisa piafa a la puerta de nuestro gozo: “Luego disfrutarás de tu suceso; ahora tienes que atender... a estos señores”.
Hay estados de ánimo más modestos —distantes de los extremismos de la felicidad o de la desgracia— que parecen más idóneos para ser saboreados despaciosamente. Estados que no hierven jubilosos ni se encrespan violentos. Entonces, la influencia de afuera llega matizada, incide oblicuamente en el espíritu. Generalmente son estados indefinidos, difusos, equidistantes de la sonrisa y de la lágrima. Porque siempre hay motivos para reír y motivos para llorar, pero si una perentoria proximidad no nos los pone delante, el dolor se hace nostalgia y la alegría no pasa de esperanza. Intermedio sutil en el que lo amable y lo melancólico se funden.
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