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EL AUTOR Y LA PIEDRA

Juan Pasquau Guerrero

en IDEAL Gallego. 17 de agosto de 1977

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COMPOSTELA sin Jubileo y sin estudiantes. Verano avanzado del setenta y siete. El Burgo de las Naciones está como en provisional cesantía, pero la ciudad no abdica un ápice de su sentido egregio. Siempre que tengo ocasión -y no son muchas-, voy a Santiago. ¿A qué? A respirar.

Es cuestión de gustos. Galicia ofrece infinitos motivos turísticos. Siempre hay algún sitio nuevo donde ir, algún sabor inédito que gustar. Pero a uno le gusta repetir. Y repetir con Santiago.

―Pero hombre, si ya conoces Santiago.

―Pues por eso.

Esta vez no he ido directamente desde La Coruña. Ha surgido una agradable complicación y hemos desviado la ruta por Sobrado de los Monjes. Esto ha supuesto una oportunidad maravillosa. Cuando se visita algo o a alguien, ¿no es mejor prepararse?

En el Monasterio de Sobrado, vuelto a habitar desde el 24 de julio del setenta y seis, por la Orden del Císter, nos informaba el religioso que nos servía de guía: "En los conventos de nuestra Orden –decía– no se pronuncia una sola palabra ociosa desde el canto de Completas hasta después de Laudes; es el gran silencio. Luego, durante el día, tenemos varias horas que dedicamos a los pequeños silencios, igualmente rigurosos".

El estupendo, casi suntuario lujo de callarse, para que las horas sean más hondas y que quepa en ellas el espíritu y se pueda oír mejor a Dios, es algo que definitivamente se pierde en este tiempo que llamamos funcional. Pero estos buenos monjes se aferran a sus islas, por devoción y, creo que también por estética. Bien; pues para uno, saber que hay hombres profesionales del silencio, es cosa que conforta. Yo pensaba en esto al entrar en Compostela, procedente del Monasterio de Sobrado de los Monjes.

No es que Santiago sea una ciudad-convento. Siempre hay un luminoso bullicio por la misma Rúa del Villar. Pero, claro, es un bullicio humano, de tamaño natural. Y sabe uno que cuando le apetezca, tiene a su alcance el sosiego radical. Basta andar unos pasos. Compostela acierta como pocas ciudades a separar sus funciones de Marta de sus deberes de María.

Dije que en Compostela respiro mejor. Y creo que a eso debiéramos ir periódicamente a la Ciudad del Apóstol –"capital espiritual de España", que rezan los carteles indicadores del Turismo–. Porque tenemos el espíritu en prisión. No le demos vueltas: nos ahogamos más o menos en esta bonita urgencia que nos ha tocado vivir, sin espacios verdes de silencio.

En la Plaza de España compostelana, la fachada del Obradoiro, llagada de musgos nostálgicos, estremecida de lluvia y de campanas, se destapa de pronto nuestra intimidad reclusa. Podrá no parecer adecuado que yo diga que cuando penetro en este recinto, siento algo así como el taponazo de mi champaña recóndito. Pero es eso. Si uno se pone a observar, advierte que tiene siempre dentro una zona de efervescencia religiosa –una mística avidez–, pero que uno es torpe y rara vez acierta a descorcharla.

Para cualquiera al menos, es fácil topar con su silencio interior en Santiago.

―Y el silencio interior, ¿para qué?

―Para distinguir.

(Para distinguir, como quería Antonio Machado, las voces de los ecos).

Compostela es un catalizador de silencios fértiles. Primero se acalla el vocerío frívolo. Y entonces se hace oír la sinfonía de la piedra en clave de eternidad. Y enseguida nos damos cuenta, lo palpamos: entre la piedra noble anda el Señor. A cada minuto, en la escalinata de la Puerta de Platerías, puede verse el asombro de los grupos de visitantes que han apurado su emoción de Santiago con la visita a la Catedral. Regresan de sus instantes de plenitud contemplativa. Han admirado el Pórtico de la Gloria, han abrazado al Apóstol. Vuelven a la calle, a lo de siempre; se van a internar de nuevo en la vorágine, pero ¿no han descubierto muchos el hueco, ese hueco que debemos hacer al espíritu, esa atmósfera de silencio interior para que el pabilo escondido arda?

Y esto es también ecumenismo. En la escalinata de Platerías yo he visto hoy, en grupos dispersos, turistas ingleses, aldeanos de Bergondo y de San Pedro de Nos, muchachas con su maxifalda, no sé de dónde, monjas francesas, un senegalés... Todo en un instante. Algo me dice que esas personas tan distintas pueden coincidir en un punto.

Nunca es tarde para nada porque Dios es verdad. Esta es la lección que se respira en Compostela. Pero es una lección cantada. Santiago es ópera. Hay que callar para oír al Autor, recitado por la piedra.