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Úbeda: tus límites humanos (II)

José María Berzosa Sánchez

en Gavellar. Año IX, nº 99. Febrero de 1982, pp. 9

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Dice mi amigo que, entre otras cosas, recuerda de aquellos días ya pasados una afirmación que, al principio, le resultó incomprensible y, más adelante, algo desagradable. En una charla con unos compañeros mayores escuchó una observación extraña: los hombres de Úbeda estamos clasificados. No entendió la frase y pidió explicación. Se la dieron pronta; propia manera del desenfado y viveza mediterráneos. Le dijeron que vivíamos en un pueblo clasista. Y él no compartió esa afirmación.

Los contrincantes fueron escuetos, tal vez duros, en su replanteamiento: «Mira, no seas tonto. Aquí hay mucha gente bien y otra que quiere serlo o parecerlo, que te mira por encima del hombro. Ni tú ni yo podemos hacer nada con ellos. Es mejor dejarlos olvidados, como ellos nos olvidan a nosotros».
No aceptaba mi amigo la opinión porque, para él, la gente ubetense era sencilla y cordial, como todas las gentes de buena crianza. Insistía en que su trato con las personas había sido siempre fácil y llano. Pero los mayores refutaban: «Porque no has intentado entrar en ese ambiente refinado. Son unos panolis relamidos que no me van y es mejor que no pierdas el tiempo». Fueron, ya digo, palabras duras.

Mi amigo no era entonces inculto, ni humilde, ni nada que sonase a turbios de aceite. Era sencillo y le gustaba vivir con gente de su índole. Ese era, tal vez, el origen de su sorpresa y de la consiguiente incomprensión. De aquella charla salió decidido a descubrir la verdad. ¿Úbeda, ciudad clasista? Lo cierto es que el término clase lo entendía de una forma bastante restringida; y aquella afirmación rompió aguas en su mente para matizar que un grupo social puede formar una clase social. Que ellos se sienten distintos y reconocibles entre sí frente a los otros.

Así fue. He dicho que después le resultó algo desagradable aquella observación extraña. Digamos por qué cambió su procedimiento de vida; buscó nuevas reuniones, “mejores” amistades. El resultado está en estas palabras suyas:

«Me sentí defraudado. En un principio, yo fui una especie de novedad agradable, exótica, y los parabienes se sucedieron. Gente amable, fina, lo que se dice gente bien. Pero eso duró mientras no intenté traspasar unos límites sutiles e invisibles que entre ellos debían estar reconocidos. Admití que no podía aspirar a más de lo que un huésped debe desear: un trato correcto; unas formas educadas, pulcras, pero huecas; un juego libre, sin mayores compromisos. Yo quería más acercamiento, más tú a tú…, y desde ese momento advertí y sufrí los síntomas y los alfilerazos de los circunstanciales desprecios. Se me ignoró, se me relegó, se me ladeó, se me olvidó, para terminar no diciéndome ni adiós por la calle. Por una simple calle Nueva en la que tantos domingos hemos paseado nuestro aburrimiento pueblerino».

Debe ser desagradable, cuando menos, cruzarte con una persona que antes has tratado afablemente y que no puedas decirle adiós, un sencillo «¡Hola!», un campechano «¿Qué tal vas?». Las palabras hieren o ciegan pero, cuando se ajustan a la verdad, se agradecen después. Aquellos hombres avezados le habían hablado tan verazmente, que le cegaron. Desde su asombro, tuvo la honradez suficiente y la imparcialidad necesaria para tratar de confirmar quién tenía razón. Por eso, él sacaba unas conclusiones más adelante:

««Las personas nos distinguimos por dos importantísimas cosas: la primera es que razonamos y somos lógicos; ello nos permite subir muchos codos en la escala de los seres vivos, tantos que nos hemos quedado arriba solas. Mas, ¡ay!, somos demasiadas y nos hace falta una segunda distinción para poder vivir sensatamente. Muchos opinan que al ser racionales somos todo lo demás; por ejemplo, que somos civilizados porque razonamos. Y no. La causa es asombrosa: es la lengua, el habla. Nosotros somos personas porque razonamos; pero somos civilizados porque hablamos. Gracias a la intercomunicación podemos comprender y hacernos comprender. Podemos convencer y convencernos».

Aquella clase social periclitó y hoy es historia pequeña de nuestra ciudad. Pero quiero insistir en algunos matices. Probablemente, aquella clase ha desaparecido porque ya no tiene función social que realizar. Entonces sí la tenía asignada y no supo o no quiso ejercitarla para que todos, ellos y los demás grupos, siguiesen funcionando dentro de su papel ciudadano. Normalmente, a la clase alta se le concede o ella misma se irroga el papel dirigente. Aquella no supo dirigir y, sobre todo, no supo dialogar con los demás. No fue una clase social civilizada. Se aisló presuntuosamente y ella misma perdió el apoyo de los otros. Si entonces hubiese querido conversar, tal vez hoy seguiría existiendo en mejores armonías. Ha desaparecido. ¿Justo precio a su incivismo?

Aparecen otros grupos dirigentes, unos de presión e influencia económica, otros de presión e influencia ideológica, con los que nos gustaría conversar y decirles que no se enquisten en su poderío. Que piensen en nuestra ciudad como un ser vivo, racional y civilizado, cuyas partes tienen que organizarse. Que unas de sus partes vivas son la juventud y todas esas personas allegadas que nos han tenido que dejar, tantos y tantos años. Es un tesoro de vida que hemos dejado escapar… Pero ése es otro tema.

José María Berzosa Sánchez
Profesor Agregado de Lengua y Literatura