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ANTONIO MACHADO: CASTILLA AL FONDO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Jaén. .

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“Mi juventud, veinte años en tierra de Castilla”


Pasada la infancia —”un huerto claro donde madura el limonero” en Sevilla—, la juventud. Pero no se sabe ciertamente a qué tiempo llama el poeta la juventud. No todos somos o hemos sido jóvenes a la misma edad, y los límites suelen ser inciertos. A los nueve años de Antonio, la familia Machado se establece en Madrid. La Institución Libre de Enseñanza abona la base para la formación intelectual del autor de “Soledades.” Pero “Soledades”, su primer libro de poemas, aparece en 1902. Antes, Machado estuvo en París; otro factor en la plasmación de la conciencia poética, filosófica, artística, de quien ya a los veinticinco escribe: “He andado muchos caminos / he abierto muchas verdades / he navegado en cien mares / y he atracado en cien riberas.” Es decir, no ha sido sólo la tierra castellana la que ha modelado el alma arrancada en la niñez —”mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”— del Palacio de las Dueñas. No es Castilla la única generatriz de su módulo vital. Sin embargo, cuando él traza su retrato, apenas concede un rasgo fisonómico que aporte reminiscencias de sus estancias parisinas y madrileñas, o de sus otros viajes juveniles por la Península. Nada más Castilla —lo confiesa en el verso— imprime carácter a la juventud del poeta. Y es hacia 1907, profesor de francés, en Soria, cuando adquiere perfil su personalidad. De tal forma que la pauta y la melodía de un estilo acunado en Andalucía, halla en las orillas del Duero, donde el “río cruza el corazón de roble de Iberia y de Castilla” su genuinidad. En la “tierra triste y noble / de los altos llanos y yermos y roquedas”, Machado se encuentra consigo, concluye por saber quién es, halla su línea límite entre juventud y madurez. En conocernos, en topar con nosotros, tardamos más unos y otros menos. En Soria se da cuenta Antonio Machado de que su vida está forjada; y de que, lidiada la primera juventud, laten ya en sus fondos perspectivas de historia. Así es que después de mencionar en el “Retrato” sus entusiasmos en agraz, advierte, por primera vez, que gimen en su vida tiempos pasados: “Mi historia, algunos casos que mencionar no quiero.” Principia la madurez. Castilla ha hecho del poeta al hombre. Poeta y hombre mutuamente se potencian al llegar el trance del dolor. Es la mejor fermentación —¡ay, con pena!— para su estro lírico. Dos rasgos para la plenitud personal de Machado en Soria; inauguran su profesión con su amor. A la zaga, casi inmediatamente, estrena el más grande de sus dolores. Leonor Izquierdo, al quererlo y luego al dejarlo, con su muerte, da a la etopeya de don Antonio las dos puntadas definitivas para coser las arrugas de su frente.

El mundo no se nos muestra tal cual es mientras no nos sume en sus claroscuros. Quién como Machado ha alcanzado en Castilla las cotas más altas del gozo y del sufrimiento, tiene que dejar ya vinculado a esta tierra su estilo. Es un señalado, un marcado, por el “campillo amarillento / como tosco sayal de campesina .” Por los “cerros de plomo y de ceniza / manchados de roídos encinares.” Por la “primavera soriana, primavera / humilde como el sueño de un bendito.” Es irremediable, entonces, el elogio sentido y áspero: “Castilla del desdén contra la suerte, / Castilla del dolor y de la guerra, / tierra inmortal, Castilla de la muerte.” ¿”Tierra de Alvargonzález” tremenda y trágica? Sí, pero también tierra de Teresa de Jesús... Ahora bien; nuestro poeta, que no carece de paisaje religioso, no ahonda en estos pozos...

Dios se le pierde “entre la niebla”, quizás porque su instrumentación ideológica, dotada por la Institución Libre de Enseñanza, tuvo poco en cuenta esta necesidad. Volveremos sobre el tema. Anotemos, por lo pronto, que Antonio Machado no ve a toda Castilla al no agotar en su mirada toda la metafísica de esta geografía, diseño y embrión de España. ¿Exagero? Pues creo que no. El poeta que registra con tan temblorosa emoción el entorno castellano, que lo acierta exhaustivamente, que lo sublima, no se atreve (estimo que es eso, que no se atreve) a entender su trasfondo místico. No encuentro —a propósito—, en él, alusión alguna a San Juan de la Cruz, si no es la estrofa —pésima estrofa del altísimo poeta— que sigue “Teresa, alma de fuego, / Juan de la Cruz, espíritu de llama, / por aquí hay mucho frío, padres, nuestros, / corazoncitos de Jesús se apagan.” Como bien puede verse, se trata nada más de una coplilla. Es raro que poeta tan hondo no quiera, ni de lejos, entender el “espíritu de llama” del fraile de Fontiveros.

En cambio, ¡qué amistad la suya con la Castilla física de las encinas, pinares, hayas, robledales!: “¿Quién ha visto sin temblar / un hayedo en un pinar?” ; con la agreste textura carpetana: “Mil Guadarramas y mil soles vienen, / cabalgando conmigo, a tus entrañas”; con las ciudades silentes que hacen de su ruina gloria: “Muerta ciudad de señores / soldado o cazadores;/ de soldados o cazadores; / de cien linajes hidalgos, / y de famélicos galgos”... Paisajes, crepúsculos, caminos y noviembres (porque hay mucho “noviembre” estremecedoramente poético en la obra machadiana) que constituyen para siempre el marco, real o soñado, visto o evocado, de sus versos nunca joyantes y en todo momento vivos. Estrofas más luminosas que iluminadas: que no fulgen con los reflejos que de afuera vienen, cuya cadencia es acabadamente interior. Ascuas.

Matrimonio con Castilla —como tantos otros hombres del noventa y ocho— el espíritu de Machado, saborea no sé si con una especie sutil de refinado masoquismo, las arideces, las nieves, las sequedades de un clima ascético que descepa y posa cualquier exultación, cualquier redondo júbilo. Y no quedan en su árbol —en el del poeta— futuros o futuribles proclives a la risa franca. Tan ancho hueco abre Castilla a su dolor que parece como si terminase por encontrarse cómodo en una tristeza que, poco a poco, tornasolada de nostalgias, cuaja su gesto irreversible de sonrisa que mira. Que pregunta y mira.